El rugby es un deporte donde se mezcla la emoción, la adrenalina, la disciplina, el compañerismo, respetar las leyes y el juego en equipo. Es un deporte que puede ser jugado por hombres, mujeres, niños y niñas, y en el cual todos pueden participar sin importar el físico que tengas, pues ya seas alto o flaco o robusto o bajito tendrás un hueco en el equipo. Tengo la suerte de haber participado en este maravilloso deporte, y lo que más me gustaba de él era su tercer tiempo, os explico.

Un partido de rugby dura dos tiempos de 40 minutos cada uno, en ese tiempo, cada jugador se deja la piel en el campo junto a su equipo en luchar por el balón, en seguir el reglamento adecuadamente, autoexigirse, presionarse, rendir al 200%, en sacar fuerzas de donde nos las había, en definitiva, en dejarse la piel el equipo en el campo.

Recuerdo que durante un partido podía pasar por muchas emociones: frustración por no conseguir ensayar, enfado con los demás si veía algo injusto, sentir ansiedad y estrés en los momentos en los que tenía el oval o debía realizar alguna jugada, tristeza si nos ganaban a pesar de haber hecho un buen partido, enfado conmigo misma por sentir que no lo estaba haciendo bien. Incluso cuando terminaba el partido, el recorrido hasta llegar a los vestuarios lo hacía saboteandome con hiperexigencias para el próximo partido, regañándome y cuestionando mi comportamiento dentro del campo, juzgando alguna compañera o contrincante por alguna jugada que me hubiese resultado polémica. Pero todo esto que generaba mal estar, se esfumaba en el tercer tiempo.

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¿Qué es el tercer tiempo?

Una peculiaridad en el rugby y que no tiene otro deporte es el tercer tiempo, la tercera parte del partido. Esta es otra de las cosas que hace a este deporte tan especial. El tercer tiempo consiste en reunión post partido, en que el equipo local invita al equipo visitante a comer y a beber, para bromear, cantar todos juntos, para confraternizar y suavizar los resentimientos que pudieran haber surgido durante el partido y hacer unión entre los clubes.

La denominación de “tercer tiempo” intenta transmitir que el juego no termina, que el partido sigue. Cuando terminan las dos partes de 40 minutos que dura un partido de rugby, empieza la última y más importante, donde el resultado ya no importa, donde se disfruta de otros minutos con los amigos y compañeros tanto de tu equipo como del contrario.

El objetivo es limar asperezas y suavizar tensiones que hayan podido surgir durante el encuentro, ya sea con los compañeros, con los rivales o con uno mismo, pero su trasfondo es mucho más profundo: en cierto sentido, el tercer tiempo es la síntesis del espíritu deportivo. El tercer tiempo exige guardar las diferencias en la taquilla junto con la equipación. Sin uniformes ni insignias, lo que hay es un grupo de personas unidas por una misma pasión –el deporte–, capaces de dialogar, bromear y debatir sin máscaras ni reparos.

Los minutos de partido en el día a día

Estoy segura que a lo largo de la semana cada uno de nosotros en algún momento nos gritamos, nos regañamos y nos hablamos con reproche por no conseguir el objetivo que nos habíamos marcado. Y no solo esto, sino que también nos exigimos determinadas cosas más allá del límite de nuestras fuerzas poniendo a prueba nuestra resistencia no solo a nivel físico sino también a nivel cognitivo. Este tipo de comportamientos tienen nombres, autoexigencia y autocrítica.

La autoexigencia en sí no es mala compañera de viaje, lo importante es la proporción. Si abusamos de ella en exceso se disparará nuestra ansiedad y nuestro estrés, con todas las implicaciones que tiene eso para nuestro cuerpo y mente. La autoexigencia busca a toda costa que seamos “los mejores” (y si puede ser en todo mejor), pero nos equivocamos en las formas, querer la perfección es perseguir un objetivo inalcanzable. Cuando nos generamos presión terminamos enfadándonos y siendo agresivos con nosotros mismos, nos hablamos mal y nos devaluamos.

Imaginad que fuese un mal jefe el que constantemente os está exigiendo más y más y más y más hasta quedar agotados, ¿Cómo os sentiríais?, pues cuando lo hacemos con nosotros mismos el resultado es el mismo. Con esto acabamos provocándonos un conflicto interno: nos desmotivamos, baja nuestra autoestima, nos frustramos con nosotros mismos y vivimos en un constante estado de estrés y ansiedad.

Nos decimos cosas como “Tengo que hacerlo bien“, “No puedo fallar“, “No te equivoques esta vez“.. “Tengo que“… de forma constante. Resaltamos el “Deber” cumplir con las expectativas. De esta manera en lugar de automotivarnos nos metemos mucha presión, y nos quemamos a nosotros mismos, quedando incluso bloqueados para llevar a cabo una acción.

La autoexigencia viene dada de la mano de la autocrítica. No es negativa en si misma, siempre y cuando nos ayude a ser conscientes de nuestros propios errores, nos ayude a asumirlos y con ello podamos corregirlo. Otra cosa es aquella que nos sumerge en un bucle infinito de juicios y culpas constantes, nos destruye, nos machaca sin darnos un respiro. En este caso, el juez o jueza que llevamos todos dentro saldrá a relucir para cuestionarnos absolutamente todo lo que vamos haciendo, da igual el resultado (no tiene piedad, no le importa si has errado o no), surgirá para juzgar nuestras decisiones, conductas, emociones, pensamientos… El juez no es nada benevolente, más bien todo lo contrario, es cruel con nosotros, menos preciará los resultados positivos (ni se parará en ellos) y resaltará con letras mayúsculas los errores que cree que hemos cometido.

El juez tienen a decirnos cosas del tipo “Tendrías que…” “Deberías haber hecho esto… o aquello”, “¿Por qué has pensado esto…?” , “Soy tonto, no hago nada bien, ya me equivoqué otra vez.. no valgo para nada..”. Como resultado de los juicios destructivos nuestra autoestima y motivación queda mermada y florecerá un sentimiento de culpa dificultando la búsqueda de solución o la propuesta de corrección del supuesto error.

Nos merecemos un tercer tiempo

Al igual que pasa en el rugby, nosotros también merecemos nuestros propios terceros tiempos, en el cual podamos dialogar y poder hacer las paces con nosotros mismos. ¿Y cómo podemos hacerlo?

  • Comencemos por hablarnos desde el cariño y con respeto, este modo de hablarnos fomentará que no nos sintamos atacados por nosotros mismos y el enfado no estará tan presente.
  • Señalemos aquellos aspectos que hemos ido logrando, que el foco no este solo y exclusivamente en los errores, si no, que demos valor a lo que verdaderamente hemos alcanzado. Demos portazo al sesgo negativo destructivo y abramos la puerta a lo que nos hace sentir verdaderamente bien. Para sacar lo mejor de nosotros mismos es importante valorar nuestros logros, ver lo que se nos da bien y centrarnos nuestros propios talentos. Es importante ser objetivos, conocer nuestros límites, nuestras carencias y también nuestras virtudes y talentos. Felicitarnos por el buen trabajo y valorar lo que hemos hecho bien.
  • Si señalamos los errores, que sea de una forma constructiva, poniendo el foco en lo que podemos mejorar al respecto y no en el error en sí. Analicemos la situación concreta, sin generalizar ni exagerar de forma negativa.
  • Sustituyamos los mandatos autoexigentes y autoritarios del tipo “Tengo que…” “Debo que…” por Me gustaría que…., este lenguaje no nos resultara tan dictador y de hecho fomentará la acción en vez del bloqueo. Por ejemplo: “Tengo que salir a correr todos los días por lo menos 40 minutos”- “Me gustaría salir a correr algún día a ver cuánto puedo durar”.
  • Ajustemos nuestras expectativas, ya que si están tan arribas (búsqueda del perfeccionismo) resultaran inalcanzables, nos frustraremos y entrará nuestro juez a darnos latigazos. Luego, buscar expectativas más ajustadas a la realidad, objetivos pequeños donde la probabilidad de éxito sea alta, y según se vayan alcanzando, se pueden abordar objetivos mayores. Por ejemplo: “Tengo que durar corriendo 40 minutos” – “La semana pasada salí a correr 15min 3 días a la semana, ésta semana subiré a 20
  • Quitemos importancia a los resultados, nuestra valía no va en función del resultado, comencemos a valorar también el camino que vamos recorriendo, disfrutemos del proceso, valoremos nuestros esfuerzos. Es decir procurar hacerlo lo mejor posible y valorar el esfuerzo y la ejecución.
  • Ser consciente que los errores son parte del camino: no castigarnos por las equivocaciones sino centrarnos en qué puedo aprender de ellas. Ser consciente de que los fallos son parte de cualquier aprendizaje.
  • Necesitamos recargar pilas, no nos presionemos hasta agotarnos, recordad que podemos exigirnos pero hasta un límite, en el momento en que comienza ser destructivo, la presión no nos servirá para nada (solo bloquearnos y angustiarnos.
  • Autocuidate, resérvate siempre un tiempo a desconectar y al descanso. No priorizar el esfuerzo por encima de todo, sino dar espacio también al ocio, vida social y familiar, etc. Si queremos avanzar y crecer  debemos cuidarnos en todos los aspectos, encontrar nuestro ritmo adecuado, si forzamos la máquina acaba por romperse y en lugar de avanzar nos quedaremos paralizados. Cuando nos dedicamos tiempo a nosotros mismos, obtenemos claridad, pensamos de una manera diferente a cuando los estímulos del entorno afectan la comunicación interna; y por lo regular no discutimos, argumentamos ni negociamos, pues la mayor parte del tiempo comprendemos nuestra propia manera de pensar. ¡Escúchate y pregúntate que necesitas en ese momento y date el gustazo!

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