Igual que sentimos amor, también sentimos miedo, y quizás no nos hayamos planteado qué hacer con eso, simplemente sentimos y nos dejamos llevar por nuestras intuiciones. Eric Fromm decía en su libro El arte de amar que «En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.». Pues bien, aunque no lo parezca, amor y miedo no son tan diferentes si tenemos en cuenta que son procesos complejos, en los que se dan paradojas, en los que nos podemos sentir embriagados por la emoción (o en el peor de los casos, atrapados); y al igual que a veces no nos planteamos que amar es todo un arte que hay que aprender para que fluya a nuestro favor, tampoco nos planteamos que podemos aprender a manejarnos mejor cuando sentimos miedo.

Si te sientes víctima de tu ansiedad creyendo que es ella la que maneja tu vida, o si de tanto luchar intuitivamente en contra de la ansiedad se te hace cuesta arriba y te sientes culpable porque por mucho que te esfuerces parece que no tienes mucho éxito… Has de saber que existe una especie de arte que podemos aprender para sentir miedo y que no acabe con nosotros. ¿Te apuntas a conocer cómo funcionan las reglas del juego de la película de terror en el que parece que te metiste sin querer? Déjanos enseñarte las soluciones intentadas que generan más ansiedad, toma nota.

Evitar genera más ansiedad

Cuando somos niños (y algunos no tan niños) y ya nos han vacunado alguna vez pero tienen que volver a hacerlo, nuestra primera reacción, la más instintiva, es quitar el brazo. Y está bien esta respuesta porque, por una cuestión de supervivencia, venimos evolutivamente preparados para evitar o huir de las agresiones del ambiente. ¿Pero qué pasa cuando sentimos la agresión en nuestro propio organismo en forma de ansiedad? Pues que nuestra reacción será exactamente la misma que la de querer salir pies en polvorosa de la consulta de enfermería, sólo que en estas ocasiones puede tratarse de un autobús, un centro comercial, mi puesto de trabajo, un concierto…

Aunque no compromete nuestra supervivencia, los síntomas físicos que conllevan un episodio de ansiedad o el percibir que por un rato disminuye nuestra capacidad para reflexionar (su síntoma mental más notable), sí puede ser muy desagradable, tanto que puede parecernos peligroso o dañino, como la aguja cuando somos niños. Lo cierto es que no nos sentimos en calma ni somos capaces de reflexionar con tanta claridad temporalmente porque tenemos miedo, y nuestro sistema se ha preparado para actuar (para enfrentar, correr, huir, escapar o intentar pasar desapercibidos), para protegerse de un peligro que no se encuentra a través de los cinco sentidos, pero que sí vivimos íntimamente como aniquilador. Con eso y con todo, al tener nuestro primer ataque de ansiedad se nos configura un panorama que parece invitarnos a juntar todas las fuerzas que tengamos para evitar volver a pasar por ello.

Pero ¿tiene el mismo efecto a la larga que salgamos huyendo de una pelea en la que podemos resultar heridos, que de una vacuna o una experiencia de ansiedad? La respuesta es no. Es importante diferenciar la naturaleza de las situaciones a las que nos vayamos a exponer, y pararnos a sopesar las consecuencias que tengan para nosotros a largo plazo: tanto la pelea como la vacuna son experiencias ambientales en las que podemos salir dañados, pero las consecuencias a posteriori de la pelea puede que no sean tan beneficiosas para nuestra salud como en el caso de la vacuna; y a diferencia de las anteriores, un ataque de ansiedad se vive desde dentro, sin causas externas inmediatas y aparentes, que hace que a la larga muchas veces terminemos emparejando “el peligro” de experimentar un ataque de pánico con el entorno o condiciones que nos rodeaban en esos momentos; y así poco a poco evitamos entrar en un bus, quedar a comer con nuestros amigos en un restaurante, ir a hacer la compra, dirigir un equipo… Si no contemplamos las consecuencias que tiene el protegernos por encima de todo, sin discriminación, es inevitable que vayamos limitándonos gradualmente nuestra vida, a veces en cosas cotidianas y otras en deseos de explorar nuevas experiencias. Algo que a la largo nos pasa una factura con la que sufrimos, y mucho.

De hecho, se ha puesto nombre a un fenómeno que cada vez están acusando más personas en nuestra sociedad, en la que se pone muy en alza “la necesidad” de no sufrir: La evitación experiencial. Cuando este paradigma de tener que evitar el dolor casi por obligación se ensalza tanto que se cronifica y convierte en el motor de nuestro día a día, hablamos de evitación experiencial. En su forma más intensa esta forma de evitación consiste en no estar dispuesto a permanecer en contacto con los eventos internos, con experiencias privadas particulares (como sensaciones corporales, emociones, pensamientos, recuerdos, predisposiciones conductuales) e intenta alterar la forma o la frecuencia de esos eventos y el contexto que los ocasiona. Algo que, lejos de hacernos sentir seguros, acaba conduciéndonos a una especie de parálisis vital, en donde nuestros valores y nuestros planes se ven constantemente truncados.

Hipercontrolar genera más ansiedad

Nos hemos detenido bastante en la “solución” de evitar, ya que quizás sea complicado comprender por qué una función de supervivencia tan innata, que pretende proteger la vida, termina a veces anulándola casi por completo. Pero la evitación indiscriminada realmente no tendría tan buena acogida sin otra “solución” que la acompaña y refuerza: la necesidad de tenerlo todo o bajo control.

A veces nos asusta tanto sentir experiencias o emociones que no nos gustan, o que se nos pasen por la mente determinados pensamientos que nos aterran, que tememos que nos hagan perder nuestro rumbo de estabilidad en la vida. Es tanto el miedo que podemos llegar a vivir, que apostamos por creer firmemente que si controlamos mejor las variables de nuestro entorno, lograremos victoriosos/as esquivarlo.

Ojo, controlar no es lo mismo que hipercontrolar. Si queremos conducir lo primero que podemos hacer es dejarnos enseñar por una persona que sabe hacerlo, conducir con o sin carnet, y también podemos elegir qué hacer y qué no hacer dentro del coche: por ejemplo podemos permitirnos ir más distraídos o más atentos, ir más rápido o más lento, hacer caso de las señalizaciones o no… tenemos cierto margen de control con el que jugar a nuestro favor o en nuestra contra, y eso depende exclusivamente de nosotros/as y el tipo de decisiones que pongamos en marcha. El problema viene cuando lo que pretendemos es poner el control más allá de eso: en cómo han de reaccionar los otros conductores, en si el atasco debería disolverse para llegar puntual al trabajo, o si debería de estar abierta la salida que sueles tomar y que te acabas de encontrar cerrada por obras.

Por eso, cuando vivimos una situación externa o interna que nos es muy desagradable, no estamos diciendo que no podamos hacer nada para sobrellevarla, pero sí que tenemos que prestar atención qué cosas están en nuestras manos y qué cosas no. Yo no puedo hacer desaparecer el atasco en el que me he visto metida, pero sí puedo pensar qué hacer para sobrellevar la espera hasta que se disuelva; de igual manera, que no podré controlar la voluntad de los demás, o elegir cuándo sentirme triste o ansioso frente a la situación que esté viviendo (porque sino posiblemente todos elegiríamos sentirnos tranquilos, alegres y seguros constantemente), pero sí que puedo pensar cómo reaccionar frente a lo que estoy sintiendo.

Vivir ya implica exponerse a diferentes situaciones, algunas serán acontecimientos que no elegimos y que por naturaleza nos hacen sentir una ensalada de emociones, además existen estudios que han llegado a la conclusión de que las personas tenemos más de 60.000 pensamientos al día, con la influencia que estos pueden tener sobre lo que sentimos… Así que pensamientos y emociones diversas vamos a tener queramos o no (algunas nos gustarán más y otras menos), y esos fenómenos son parte de las reglas del juego, siendo ámbitos que no podemos modificar a nuestra voluntad o placer. Proponernos controlarlos se convertirá en una lucha titánica en la que nos encontraremos atrapados y perderemos sí o sí. Otra cosa muy distinta es proponernos aumentar nuestro control sobre cómo reaccionar o qué hacer con lo que pensamos y lo que sentimos: poner más límites a aquellos con los que termino sintiéndome acaparada, estimular mi círculo social proponiendo más planes si me siento solo, o darme la opción de excusarme y salir de la reunión si noto que me estoy encontrando con una ansiedad que no me deja ni pensar. Son sólo algunas opciones.

Anticiparnos genera más ansiedad

Y claro, podréis estar pensando que estas opciones que os proponemos son difíciles de llevar a cabo y no restan sensación de miedo: ¿y si se enfadan o deja de hablarme por ponerles límites?, ¿y si mi amiga me dice que el plan que le propongo le parece aburrido y no quiere juntarse conmigo?, ¿y si me salgo de la reunión y luego todos los compañeros empiezan a preguntarme qué me ha pasado, o lo que sería peor, que mi superior me despida por pensar que me he intentado escabullir?

Aquí viene otra regla del juego: la sensación más difícil con la que nos toca mediar a las personas es la de incertidumbre. Las novedades (aún más si no son buscadas), los cambios (externos) en las circunstancias de nuestro entorno o de nuestro organismo (internos), las sorpresas aunque luego comprobemos que han sido para bien… son situaciones que a las personas de primeras no nos gustan, que nos vienen cargadas con ciertos niveles de estrés porque trastocan el ritmo conocido, descolocan la estabilidad tal y como la habíamos aprendido, y ponen a prueba nuestra capacidad de adaptación, asimilación y flexibilidad.

Bajo el paradigma de cuidarnos de pasarlo mal, sumado al deseo de encontrar la estabilidad (incluso a veces a la inmutabilidad), las personas con una mirada más puesta en la ansiedad que en otras cosas de nuestro día a día, nos imaginamos los cambios como algo muy complejo y de altísima dificultad, y creemos que no podremos hacerles frente por no tener ningún tipo de capacidad o herramienta para sobrellevar, adaptarnos y superar. Así que, con esas sensaciones, intentamos anticiparnos a las situaciones difíciles, fantaseando qué complicaciones creemos que nos encontraremos y cómo sería nuestra forma de reaccionar. Hablamos de los ya conocidos ¿Y sis…?

Es importante entender que anticipar es humano, que las personas también venimos de serie programadas para anticiparnos (y si no, que te lancen por sorpresa una pelota a ver si tu organismo no hace ni el mínimo gesto para cogerla); sobre todo nuestro lado más animal y superviviente lo requiere para hacer frente a los peligros. Hasta ahí, anticipar es un mecanismo protector (por ejemplo, nos protege esquivando un objeto para que no nos impacte o un manotazo que pretende acabar en agresión). Lo que pasa es que la cosa se complica cuando es nuestro lado más mental (y recordemos, hipercontrolador) el que pretende adelantarse a cualquier acontecimiento o dificultad de una situación en la que tenemos pocas certezas de las variables que la conformarán, los posibles cambios que se puedan dar y los distintos resultados.

Al no tener certezas ni seguridad de cómo se desenvolverán los acontecimientos, si dejamos rienda suelta a nuestro lado más controlador, lo más seguro es que nos quedemos paralizados frente a la cantidad de incertidumbre que encontramos, más nos obsesionaremos por encontrar las certezas que no alcanzaremos nunca y más inseguros nos sentiremos. Soltar nuestros deseos de hipercontrolar el entorno nunca fue fácil, pero se hace necesario si tenemos en cuenta que las consecuencias directas es un aumento generalizado de nuestra ansiedad.

Empecemos por aceptar que no somos tan buenos prediciendo el futuro, que también nos equivocamos, y a su vez, pongamos más atención a conocer nuestros recursos, esos que a lo largo de todas nuestras experiencias vitales hemos ido desarrollando y que ya llevamos con nosotros/as, y a los recursos que quizás no hayamos desarrollado nunca, pero por falta de aprendizaje. Porque puede que frente a lo nuevo o lo que nos resulta difícil de atajar al principio salgamos peor parados de lo que nos gustaría, pero lo interesante es descubrir si realmente ha sido tan devastador como una se suele imaginar y si puedo ir aprendiendo nuevas aptitudes que me ayuden a adaptarme al cambio.

Las conductas de seguridad generan más ansiedad

Para terminar, tengamos en cuenta que existen una serie de estrategias que chocan frontalmente de lleno con esto último acabamos de decir: las conductas de seguridad.

A veces para exponernos a lo que tememos necesitamos ayudas que nos hagan sentirnos más seguros frente a la inseguridad: llevar acompañantes, botellas de agua, fármacos, llevar siempre el móvil bien cargado de batería y preparado en la mano, o ponernos nuestra ropa de la suerte… pero no sólo son tácticas que suman elementos, también son estrategias que pretenden restar efectos, como puede ser siempre ir por un camino más largo pero que considero más seguro, consumir alcohol antes de ir, evitar siempre ciertas horas del día, caminar cerca de paredes por si me desmayo, comprobar una y otra vez si las cosas “están en su sitio”, etc.

Nos referimos a todas esas conductas que sueles llevar a cabo y con las que piensas que si no fuese por eso estarías en riesgo, esas son las conductas de seguridad. Es cierto que en las primeras veces nos pueden ayudar a animarnos a romper el hielo, y si no es por ellas a lo mejor perpetuábamos el evitar las situaciones. Siempre será mejor leer 5 páginas de un libro que no abrirlo por no tener tiempo para leer la mitad, o llegar tarde que no llegar, decir un simple “hola” y quedarnos en silencio que hacer como que la otra persona no está delante nuestro. Así que podemos contemplarlas como facilitadoras pero sólo para exponernos inicialmente a los cambios.

Y es que si las mantenemos en el tiempo de forma rígida e inamovible, el mensaje que nos estaremos dando a nosotros mismos una y otra vez es que la situación continua siendo peligrosa y nos tenemos que seguir protegiendo de ella, el mensaje del “menos mal que lo he hecho así, porque si no hubiese sido horrible…”. Porque pensemos que de primeras es verdad que nos ayudarán a sentirnos menos ansiosos en el momento, pero a largo plazo las conductas de seguridad nos imponen muchas limitaciones y funcionarán como una trampa que nos impedirá darnos cuenta de nuestros avances, de las aptitudes que vamos incorporando a medida que vamos practicando, restarán libertad de movimiento y nos frenarán en nuestro proceso; algo que nos puede generar impaciencia, cansancio, frustración, y por supuesto, aumentará nuestra ansiedad.

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