Qué será de aquellos niños que fuimos. Aquellos que creían poder cambiarlo todo de un momento a otro, los que no tenían miedo de destruir, simplemente porque se podía crear otra vez. ¡Para eso tenemos imaginación y capacidad creativa! Los que lloraban cuando no querían estar en un sitio y pataleaban incansablemente para estar donde querían.
Con los años, indudablemente adquirimos una serie de experiencias y por lo tanto conocimiento que nos permiten adaptarnos al mundo, a nuestro mundo. Nos volvemos autosuficientes, resolutivos e independientes. ¿Quién dice que crecer sea malo? Con sus pros y sus contras, aquí estamos, porque si de algo no podemos escapar es del paso de los años y de nuestra propia evolución como seres humanos.
La juventud, va cargada generalmente de un espíritu de cambio. Nos vemos capaces de darle la vuelta a la tortilla y hacer y deshacer a nuestro antojo. ¡Queremos vivir! Y queremos que nos guste hacerlo. No nos vale simplemente con estar aquí, en este mundo. Nos arriesgamos, porque creemos que valdrá la pena y sobretodo, supongo, porque creemos merecer cosas mejores.
El tiempo, dicen que amigo del hombre, es enemigo también. Con los años, los seres humanos no solo pierden pelo y elasticidad en la piel, también, en numerosas ocasiones, su capacidad para creer que el mundo, su mundo, cómo la materia, también puede transformarse.
Les vi apoyados en la barra del bar, como decía Loquillo y también en la consulta de un psicólogo. Vencidos ante el paso del tiempo. Creyendo que su vida era así y poco podían hacer ya para cambiarla. El tiempo, a veces, aparte de sabios, nos vuelve también rígidos e inflexibles. Ignorando lo que aquel niño nunca podía olvidar. Nos agarramos con fuerza a aquello que fuimos y miramos a la juventud con esa envidia sana de quien quiere y ya no puede. Cómo si la película no fuese ya con nosotros. Nos retiramos de la vida y nos damos por vencidos en muchos terrenos de ésta.
Indudablemente el tiempo nos limita en muchos aspectos, puesto que no es lo mismo encontrar un empleo o una pareja a los 20 que a los 50 años. Puesto que no es lo mismo abandonar un país a la aventura, que tener 3 hijos a nuestro cargo. Tengo, a pesar de esto, la sensación de que somos nosotros mismos quienes nos retiramos anticipadamente de la vida. Porque como aquel joven creía saber, vivir, no es solo estar aquí.
Entonces nos empachamos de excusas que nos resultan del todo creíbles: “¿Qué pinto yo ahí? A mis años…” “Ya no tengo ganas de revolucionar mi vida“.
Porque con los años, a la vida, le pedimos comodidad. Indudablemente, nuestro cuerpo, ya no nos pide lo mismo, ni aguantamos en los bares hasta las 4 de la mañana, ni cualquier alimento nos sienta bien. Un día alguien que me enseñó mucho de la vida, me dijo: “a veces dificultad, es felicidad“. Porque en las garras de aquella soñada serenidad y monotonía se esconde, en algunas ocasiones, el más puro aburrimiento de quien no puede comprobar el éxtasis de arriesgar y desajustar su vida.
Cómo decía una viñeta publicada por Andrés Rabago García “El roto”: “¿Jugamos a tener mucho miedo como los mayores?” Porque sí, todos, sin discriminación seguimos plagados de miedos, de esos que no tienen que ver con que haya fantasmas debajo de la cama, pero sí de los que creen no poder soportar el cambio, de los que creen no poder vivir sin lo que ya conocen, aunque les haga tremendamente infelices, de los que creen que ya no se puede destruir, porque ya no saben crear.
En la consulta, muchos se agarraron a sus años para justificarme (justificarse) que no podrán ya salir de su trastorno.
En los bares, me dijeron también, que estaban aburridos de su vida, pero que poco más podían hacer a sus años.
En los dos casos vi lo mismo: la inercia se apodera de las personas, o las personas se apoderan de la inercia para justificar sus miedos. El miedo late, da igual los años que tengamos, se transforma y cambia de cara, pero siempre viene a decirnos lo mismo: si quieres dejar de temerme, atraviésame.
Hubo personas que me enseñaron cosas que no estaban en los libros. De los que me sacaron un puñado de años, aprendí algo: quiero romper mi vida cuantas veces sea necesario, porque prefiero una vida de incertidumbre que una seguridad que no me sepa a nada.
De mi agorafobia, también aprendí; Nunca es demasiado tarde para ser quien queremos ser y la capacidad de cambio, aunque a veces se esconda, siempre sigue ahí, solo hay que buscarla, cómo a ese niño que llevamos dentro.
“La diferencia entre un esclavo y un ciudadano es que el ciudadano puede preguntarse por su vida y cambiarla“
Alejandro Gándara
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