Decía Descartes que para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas. Y dudamos, y qué bien que lo hagamos. El ser humano se cuestiona infinitas veces la información que recibe, intentando encontrar algo a lo que poder llamar verdad. Teorías, informaciones o rumores que encajen con nosotros, con nuestros valores e ideales y así poder formar opiniones y credenciales. Ahora bien ¿qué ocurre cuando la ciencia habla y el individuo niega lo escuchado? ¿Cómo funciona la mente de un negacionista?

Cierto es, que la verdad no es democrática y que los científicos no dejan de ser humanos susceptibles al error, pero aun existiendo pruebas palpables que sustenten la realidad de diversos acontecimientos (cambio climático, vacunas y el más reciente Covid-19…) hay quien se empeña en desmentirlo, sintiéndose victimas de poderes ocultos que controlan el mundo, creyendo destapar conspiraciones y demostrar al mundo que han encontrado la verdad. Son los llamados negacionistas.

¿Por qué se niega a la ciencia? ¿Por qué se rechazan los datos? ¿Por qué ante los acontecimientos más duros hay una parte de la población que se resiste a creer y opta por las teorías consipiraoicas? Hoy analizamos, la mente de un negacionista.

¿Cómo funciona la mente de un negacionista?

Necesidad de control

A nuestro cerebro le encanta el control, la certeza y todo lo predecible, ya que estas condiciones nos otorgan seguridad y por lo tanto más probabilidad de supervivencia. Le cuesta especialmente entender que muchas cosas en la vida son impredecibles, y, por lo tanto, incontrolables.

La sociología y psicología estudia el fenómeno del negacionismo, concluyendo que en muchas ocasiones se trata de un mecanismo de defensa ante situaciones novedosas y que pueden resultar duras de asumir. Se mira hacia otro lado, se rechaza la evidencia con el fin de rechazar la incertidumbre e intentar recuperar la estabilidad, aunque sea a través de un discurso carente de argumentos válidos. Y así, se antepone la creencia a la ciencia.

Intolerancia a la incertidumbre

Aceptar o tolerar la incertidumbre puede resultar una tarea ardua. Si pensamos un momento en que no sabemos absolutamente nada de lo que nos deparará el futuro, es muy probable que nos pongamos nerviosos al anticipar alguna consecuencia negativa o catastrófica que pudiera pasar. Y ante ello se puede responder adaptándose a la realidad o negándola. Si algo nos provoca inconvenientes o nos propicia a tener que tomar decisiones que no nos apetecen, entonces negar, es todavía más fácil.

Como ejemplo el momento complicado en el que se encuentra en la actualidad nuestro mundo, es decir, la pandemia del Covid-19. ¿Qué será de nuestro mundo? ¿Cuándo se solucionará? ¿Saldremos ilesos de ésta? Ni lo sabemos, ni es probable que lo sepamos en algún tiempo, es decir, el nivel de incertidumbre al que nos estamos enfrentando es muy alto, lo que es un caldo de cultivo para el rumor. Como no se tolera no saber, nos agarramos a algo para romper las dudas: nos mienten, es una conspiración…

Tipos de negacionistas

El psicólogo Blanco Bailac, en una entrevista para El Mundo, establece dos tipos de negacionistas: el situacional y el posicional.

  • El situacional niega la situación actual de momento, no quiere ver lo que hay, está en shock. Pero si le das tiempo reflexiona.
  • El posicional tiene otros rasgos de personalidad, mantiene creencias alternativas o acientíficas, combina cosas coherentes con cosas que no lo son, no contrasta información, su creencia es él mismo. Y en estos casos la abstracción selectiva, un sesgo cognitivo usado habitualmente por los seres humanos, se hace fuerte y latente: se recoge información que apoye mi hipótesis, no la que discuta y así hago cada vez más fuerte mi creencia.

Hablaba hace unas semanas con un paciente en consulta. “Me siento culpable por todo y no sé por qué” me decía. “Imagina que hasta he llegado a pensar que si me roban por la calle seguro que es mi culpa” “¿Cómo puedo pensar eso sí me parece una locura? “. Pues así, entre los dos concluimos, que echarse la culpa, era un modo de creer tener control. Si me roban y es mi culpa, podré remediarlo y que no me vuelva a pasar, pero sino tendré que aceptar que el mundo es incontrolable e impredecible y que por mucho que me resista, pueden pasarme cosas.

Así podemos llegar a creer necesitar el control, así nos cuesta desprendernos de la idea ilusoria de que lo controlamos todo, aunque la vida se empeñe una y otras veces en recordarnos que nunca jamás lo tendremos del todo o de casi nada, por mucho que nos empeñemos en negarlo.

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