Unas de las numerosas corrientes que existen en psicología y que hoy por hoy imperan en el panorama de la práctica terapéutica es la Terapia Cognitivo Conductual, que seguramente hayáis escuchado alguna vez. Esta aplicación clínica se fundamenta en principios y procedimientos validados empíricamente, basándose en los aprendizajes que asentamos las personas a lo largo de nuestras experiencias vitales. La Terapia Cognitivo Conductual trabaja con respuestas físicas, emocionales, cognitivas y de conducta que son de carácter aprendido y que se consideran desadaptadas o perjudiciales. Para entender las bases de la Terapia Cognitivo conductual debemos comprender cómo las personas terminamos adquiriendo esos aprendizajes, y ahí es donde topamos primeramente con el condicionamiento clásico y las leyes que extrajeron teóricos e investigadores a principios del siglo XX.

El condicionamiento clásico y la ansiedad

Principalmente fue Pavlov la figura que, investigando sobre el funcionamiento de los sistemas digestivos de los perros logró descubrir que éstos no sólo salivaban cuando la comida se introducía en su boca, sino que también lo hacían simplemente con verla u olerla, incluso con tan sólo escuchar el sonido de una campana (que al principio siempre se les presentaba conjuntamente con la comida). Esta investigación y muchas otras posteriores que se llevaron a cabo no sólo con animales sino también con humanos, pretendía esclarecer los porqués de nuestra conducta a través de una metodología más objetiva y demostrable de lo que había sido hasta entonces; y todo ello apoyándose en el importante papel que tiene el aprendizaje.

Los seres vivos aprendemos, es decir, gracias a las experiencias que vivimos, como puede ser manipular objetos o interaccionar con otras personas, construimos nuevos conocimientos que cambian nuestros esquemas mentales: de nosotros mismos, de los otros y del mundo que nos rodea. Esta construcción de nuevos conocimientos se asimila y acomoda mentalmente con el fin de generar nuevas conductas que puedan ser llevadas a la práctica de una forma relativamente estable para, en principio, facilitarnos nuestra adaptación en el medio.

De hecho, se ha demostrado que el aprendizaje o condicionamiento, es esencial para nuestra capacidad de supervivencia y de adaptación a un mundo en constante cambio. Nuestro sistema asocia eventos o estímulos con el fin de que sobrevivamos lo máximo posible, por eso, si acercamos la mano a la llama de una vela y nos quemamos, posteriormente el recuerdo del dolor que sentimos en nuestra piel nos hará no desear acercar de nuevo nuestra mano al fuego; incluso será un aprendizaje que compartamos con los demás, transmitiendo este mensaje otros que aún no lo sepan.

El condicionamiento clásico o también denominado pavloviano, nos habla de cómo aprendemos las relaciones entre los eventos del ambiente que ocurren fuera de nuestro organismo y cómo terminan influyendo en nuestra conducta. Y es aquí cuando se nos plantean dudas como ¿de qué manera una persona termina desarrollando un temor tremendo a viajar en avión? ¿Cómo es posible que tenga sensaciones de ahogo o aumente mi frecuencia cardiaca sentado en mi sofá pensando en que mañana tengo que ir al súper a comprar? Si tenemos en cuenta que el metro o un supermercado son escenarios neutros, es decir, no son apetecibles (como para los perros la comida) ni aversivos (como lo puede ser el fuego), ¿por qué nos puede pasar esto?

Hay personas que tienen claro el momento por el cual iniciaron su encadenamiento de temores. Por ejemplo, vivir una experiencia potencialmente peligrosa como ser mordido por un perro, tener un aterrizaje de emergencia o “un mal viaje” al consumir una droga con la que terminamos viviendo un ataque de pánico, son experiencias en las que bruscamente aprendemos un significado distinto de los perros, los aviones o las drogas, porque en cualquiera de las tres situaciones, probablemente nuestra reacción sea de dolor y/o miedo. Lo que nos dice el condicionamiento clásico para estas experiencias es que, por supervivencia, súbitamente estamos aprendiendo que un estímulo neutro (como lo serían el perro y el avión) o un estímulo incondicionado -que por definición es un estímulo que invariablemente produce una reacción en nuestro organismo- (como puede ser una droga), son estímulos que debemos temer. De hecho, esos comportamientos de terror con los que reaccionamos en ese momento son automáticos, a los que denominan respuesta incondicionada. Así que posteriormente se convierten en estímulos condicionados (a través del miedo).

¿Y por qué se convierten en estímulos condicionados? Si tiempo después nos proponen viajar en avión, volver a consumir, o simplemente nos encontramos con un perro por la calle, lo más probable es que mostremos malestar, recelo y temor ante esos estímulos. Se dice que esos estímulos aparentemente neutros (el nuevo perro u otro avión) o el estímulo incondicionado, en nuestro ejemplo la droga, se han condicionado y a su vez han desencadenado una respuesta condicionada (ese recelo o temor actual). Y así queda afianzado un aprendizaje en el que reaccionaremos de la misma forma cuando nos encontremos ante estímulos o situaciones que asociemos a la vivencia de aquella vez, aunque estos estímulos sean otros diferentes, en días y condiciones distintas.

Pero quizás no tengas tan claro el momento inicial en que un acontecimiento y la desafortunada interacción con él generaron ese proceso de aprendizaje. Ten en cuenta que al igual que en el ejemplo que hemos puesto del consumo de estupefacientes, simplemente vivir los síntomas de un primer ataque de pánico en nuestra vida (sea por las causas que sean, incluso si nunca llegamos a conocerlas) ya se podría considerar un estímulo incondicionado, aunque sea de naturaleza interna, si se vive como un acontecimiento tremendamente aversivo e insoportable. Un ataque de ansiedad es lo suficientemente desagradable como para que muchas personas lo interpreten como una señal de que están teniendo un infarto en esos momentos o que piensen que se están volviendo locos por creer que están perdiendo el control. Esas interpretaciones nos pueden dejar aterrados, y que la respuesta que hagamos (respuesta incondicionada) sea coherente al miedo.

El problema es que ese tipo de interpretaciones no se basan en premisas certeras, así que muchas veces simplemente los propios síntomas de ansiedad (recordemos, estímulos incondicionados), posteriormente pueden pasar a ser estímulos condicionados. Así que, si por ejemplo, hemos vivido ese primer ataque de ansiedad en un autobús, un supermercado o un concierto (situaciones neutras), inconsciente y automáticamente queda fijada la idea de probabilidad de infarto o “locura” asociada a los síntomas de la ansiedad (ya estímulos condicionados).

Por eso, desde el condicionamiento clásico se explica por qué a base de aprendizajes podemos desarrollar ese miedo al miedo del que tanto hablamos en otras ocasiones. Antes de entrar al autobús o incluso cuando pensamos en acudir a esos lugares, vivimos el mismo miedo (respuesta ya condicionada) que aquel que vivimos con las primeras sensaciones de ansiedad el que creímos morir o perder la cordura. Es en este tipo de procesos de aprendizaje en donde los síntomas de ansiedad pueden resultarnos un estímulo del que asustarnos, y a su vez la única respuesta fisiológica que podemos buenamente dar frente a él, retroalimentándose la activación y por tanto el vernos expuestos a mayor intensidad sintomatológica.

Dicho esto, a la hora de desarrollar un trastorno de ansiedad las cosas son más complejas y no sólo hay que tener en cuenta este tipo de aprendizajes, también hay que tener en cuenta tanto los factores internos, biológicos, de la personalidad y el carácter como los factores externos relacionados con eventos traumáticos, estilos de educación, ambiente familiar, procesos de sociabilización, etc., ya que ambos interactúan entre sí dando lugar a una vulnerabilidad mayor o menor en cada persona al padecer dichos trastornos.

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