¿Te ha sorprendido este título? Vivimos en una sociedad en la que parece que el único fin de nuestras vidas es alcanzar la tan ansiada felicidad –que, paradójicamente, siempre se nos escapa de las manos-, pero la Ciencia parece habernos dado una respuesta a este enigma o utopía: nuestro cerebro está diseñado para garantizar nuestra supervivencia, no para que seamos felices (y mucho menos de forma permanente). Cerebro y felicidad no van siempre de la mano.

¿Por qué? Nuestro cerebro es, ni más ni menos, el resultado de más de 700 millones de años de evolución. Si echamos la vista atrás y nos fijamos en nuestros antepasados, tiene su lógica. En esa época ellos sí estaban más expuestos diariamente a peligros o amenazas reales (depredadores en su mayoría) que atentaban contra la propia supervivencia, por lo que prestar especial atención a todo lo negativo y novedoso y desarrollar la respuesta de ataque/huida era una conducta que les permitía adaptarse al entorno y, lo más esencial e importante: sobrevivir. La utopía de “ser felices” no entraba en sus planes; existían otras prioridades mucho más importantes y básicas.

Y, por selección natural, se ha mantenido a lo largo del tiempo. Nuestro cerebro está programado, preparado o diseñado biológicamente para reaccionar de esta forma ante situaciones peligrosas o amenazantes; existen una serie de sesgos atencionales e interpretativos que viene “de serie”. Son necesarios, aunque a veces imprecisos –puesto que nos ponen en “sobrealerta” muchas veces sin motivo o ante situaciones “inofensivas”-. Pero merece la pena. Si no, estaríamos muertos, así de simple.

Pongamos un ejemplo: ¿por qué yo, automáticamente, “pego un salto” o me pongo en alerta, preparada para salir corriendo, ante una silueta de un posible peligro o amenaza para mí (aunque después compruebe que quizá no lo sea)? Si realmente nos encontráramos ante una amenaza real (por ejemplo, un león), si nos parásemos a pensar racionalmente e interpretar si se trata de un rugido real de un león o no, o si ese chasquido de ramas puede ser algo inofensivo o no y realmente es peligroso, el león ya nos habría matado. Necesitamos llevar a cabo una primera reacción inmediata y rápida, aunque después valoremos que era innecesaria: es mejor actuar frente a un posible peligro (que luego puede no serlo) que no reaccionar ante un peligro real.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la felicidad, pensarás? Biológicamente, seguimos igual. Es un hecho, a pesar de tantísimos años de evolución. Los principios de búsqueda de placer y evitación del dolor son universales, sí, pero si entendemos la felicidad únicamente como satisfacción de deseos o placer, nos quedaríamos estancados e incluso quizá ni siquiera hubiésemos sobrevivido como especie (si nuestros antepasados sólo se hubiesen dedicado a cubrir sus necesidades, sin importarles nada más allá, los depredadores lo hubiesen tenido mucho más fácil).

Por eso no estamos programados para la felicidad. Es más, como bien se plantea Francisco Mora en su libro “¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad?”, si la selección natural nos hubiera hecho tender a la felicidad, ¿no tendría que haber una felicidad universal, común para todos? Y, sin embargo, si nos preguntáramos a cada uno de nosotros qué es la felicidad, estamos seguros de que existirían importantes diferencias individuales. Por el contrario, el cerebro está diseñado para avisarnos de un peligro inminente, a modo de alerta porque, en último término, un estado de insatisfacción o sufrimiento es necesario para orientarnos a la acción, para motivarnos al cambio y a la consecución de nuestros objetivos.

En definitiva, esta es la explicación por la que el miedo es ese “compañero de viaje” que siempre te dice que no avances, que lo que te espera al otro lado es un peligro inminente, que huyas sin mirar atrás. Nuestra “voz interna” siempre nos va a poner en lo peor, en lo catastrófico. Pero ser consciente de esto supone un gran avance: sólo aceptando y entendiendo que esa voz interna estará ahí pero que aun así podemos enfrentarnos a lo que tenemos, sin darle demasiada importancia, podremos comprobar que ese peligro o amenaza en realidad no lo es –puesto que no supone una amenaza real a nuestra supervivencia- y seguir adelante. Evolucionando.

 

 

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