Párate a pensar aquella anécdota que hace tiempo te pasó, aquella que a lo mejor a veces compartes como una de las situaciones más embarazosas por la que has pasado, esa en la que terminaste pensando “tierra, trágame…”. A lo mejor, ahora al refrescarla, estés dibujando una sonrisa en tu rostro, o quizás al recordarla aún sigas ruborizándote. El caso es que todos sabemos por nuestra propia experiencia vital qué es sentir vergüenza, algunas veces la sentimos por una situación específica, otras veces nos sentimos constantemente avergonzados por algo que deseamos ocultar, por un lado nos resulta molesto sentirla, pero por otro rechazamos que alguien se comporta aparentemente carente de ella, incluso podemos sentir vergüenza por tener vergüenza… y aun así ser un sentimiento del que poco entendemos.
Vivir la vergüenza
El sentimiento de vergüenza es central en nuestra experiencia vital, porque en gran medida modula el sentimiento que uno tiene acerca de sí mismo, y por lo tanto en el estado de “ser” y el de existir. Se origina a raíz de que tomamos conciencia de la vulnerabilidad de nosotros mismos en presencia de los otros, por eso, no en vano es uno de los sentimientos más perniciosos, dolorosos y pesados dentro de las emociones humanas.
Sentimos vergüenza cuando nos exponemos ante nosotros mismos o ante otros como personas deficitarias, erróneas, decepcionantes o indignas de ser queridas, en su matiz más crudo.
El filósofo moral británico Bernard Williams describe una parte importante de lo que implica subjetivamente sentir vergüenza o lo que termina significando para el que la siente en esos momentos:
“En la experiencia de vergüenza, el entero ser de uno mismo parece disminuido. En mi experiencia de la vergüenza, el otro ve todo lo mío y a través mío […] no hay solo el deseo de esconder o de esconder mi cara, sino el deseo de desaparecer, de no estar ahí. No es sólo el deseo, como se suele decir, de que se te trague la tierra, sino más bien el deseo de que el espacio ocupado por mí se quede instantáneamente vacío.” (Williams 1993)
De esta manera podemos entender que la vergüenza se caracteriza por tener una dimensión temporal importante, que además, abarca la totalidad: se vive en una situación concreta pero en relación a algo que ya ha ocurrido, que no es ni más ni menos que la imagen y el sentimiento que he ido construyendo hasta ahora de mí mismo/a.
Lo que es y lo que no es
El psicólogo y teórico de la personalidad Silvan Tomkins hizo en 1987 la provocadora afirmación de que el desaliento, la timidez, la vergüenza y la culpa son afectos idénticos en lo que se refiere a lo innato, pero que a medida que crecemos éstos se viven de forma diferente debido a sus causas y consecuencias específicas que reflejan situaciones en las cuales se detiene un estado de interés o excitación. En su opinión:
• El desaliento se asocia con un fracaso temporal; como puede ser el abandonar una dieta, si no se nos presenta una cita o perder una dama jugando al ajedrez.
• La timidez se siente cuando se vulnera una expectativa de familiaridad, cuando en la situación lo “extraño” reemplaza aspectos que hemos integrado como lo normal.
• La vergüenza se asocia con sentimientos de inferioridad o con el fracaso en alcanzar los estándares de rendimiento establecidos por otros. Nos bloqueamos y vetamos al sentir que cometemos errores sociales y que no podemos escapar de ellos.
• La culpa es la experiencia afectiva de haber cometido una trasgresión de las normas morales, y se asocian con remordimiento, deseo de enmienda o reparación, y miedo al castigo.
Sobre todo es importante diferenciar la vergüenza de la culpa. En ambos sentimientos hay un ejercicio de auto observación: uno se vuelve muy consciente de sí mismo, se mira desde fuera y analiza cualquier posible error. La atención está puesta en observar y juzgar. La diferencia reside en que, en la culpa, nuestro “Pepito Grillo” está buscando juzgar un comportamiento que considera negativo o dañino y nos castiga por haber cometido la falta, mientras que en el caso de la vergüenza la sensación de base es de no ser suficiente y la crítica no se realizará a una acción particular sino a una característica que consideramos general, que nos define a nosotros por completo, y frente a la que sentimos cierto desprecio hacia nosotros mismos.
Las diferentes caras de la vergüenza
La reacción más explícita que solemos llevar a cabo es intentar escondernos o taparnos la cara. Nos “escondemos” para protegernos y no quedar expuestos a las críticas y al rechazo. Pero no siempre nos mostramos vergonzosos para evitar el rechazo, a veces somos nosotros mismos los que rechazamos íntimamente este sentimiento; estamos hablando de cuando sentimos vergüenza por tener vergüenza:
• A veces luchamos internamente con todas nuestras fuerzas para mostrarnos seguros y confiados, creándonos la necesidad de controlar cada conducta que realizamos; así que terminamos metidos casi en una película de espías en la que cualquier paso en falso hará que nos descubran, imaginando que quedará expuesto lo que con tanto recelo pretendemos ocultar
• También nos defendemos contra la vergüenza a través del pudor, oponiéndonos a sentirnos “sinvergüenzas”: cuando nos mostramos permanentemente como seres modestos, humildes…
• También se puede ver que la vergüenza opera de forma latente detrás de otros fenómenos afectivos como venganza, envidia, resentimiento, y otras formas de rabia. Esto sucede cuando nos comparamos con los otros y esto nos provoca una experiencia de vergüenza tal que, sin ni siquiera reconocerlo conscientemente, nos protegemos de sentirla a través de su mutación en enfado (ya sea hacia los otros o hacia nosotros)
¿Sirve para algo?
La función principal de la vergüenza es hacernos cumplir las expectativas sociales y lograr ser aceptados por el grupo, así que puede servirnos para fomentar conformidad y respeto a los estándares de conducta valorados por la comunidad que nos rodea. Cumple una poderosa función de regulación social.
La vergüenza se activa cuando creemos (casi siempre internamente) que hemos faltado a una norma social o esquema personal, y corremos riesgo de ser expulsados del grupo. Sentimos que hay un aspecto nuestro que no es aceptable, y por lo tanto debemos ocultarlo; por ejemplo, si en mi grupo de amigos todos beben alcohol cuando nos juntamos, puede que sienta vergüenza si me quiero pedir un café o un batido, así que para evitar pasar por esa escena (que imagino bochornosa para mí porque el grupo no lo entendería) termino pidiéndome algo con alcohol.
La vergüenza puede ser adaptativa: cuando nos ayuda a movilizarnos para corregir conductas o actitudes puntuales que social o personalmente son sancionadas; nos protege del aislamiento social, nos moviliza a rehacer aquello en lo que nos gustaría mejorar, sin auto-tortura.
Pero también existe la vergüenza destructiva: la que nos hace sentir que no somos ni seremos suficientemente buenos. Como una mala hierba invasiva o como un virus en el ordenador, este tipo de vergüenza tiende a insinuarse en nuestra vida entera, en nuestro total mundo experiencial, y a estropearlo todo. No es que yo simplemente no conseguí acabar la maratón, sino es que yo soy un completo fracaso. Obviamente esta forma de auto-despreciarnos genera parálisis y evitación a situaciones que consideramos potencialmente vergonzosas.
Es por esto que, si solemos sentir con frecuencia vergüenza de tipo destructivo, puede que nuestra mente nos transmita constantemente un mensaje evitativo: “si vas, o te controlas y te comportas como es debido -para lograr evitar pasar vergüenza- o mejor que no vayas” creyendo que así continuarás sintiéndote aceptado y querido en ese entorno. Si nos anticipamos a la situación, en teoría, nos servirá para seguir formando parte del grupo, pero lo que no solemos contemplar es que el precio que muchas veces pagamos por mantener eso intacto es:
• Una disminución de nuestro interés, entusiasmo y disfrute en la situación.
• Experimentar probablemente un sentimiento de vacío con nosotros mismos, porque a menudo sentimos que “no podemos ser” como nos gustaría.
• No desarrollamos ni entrenamos capacidades autorreguladoras propias que se necesitan para enfrentar el sentimiento de humillación (con el que nos toparemos de vez en cuando en nuestra vida, por mucho que lo queramos evitar).
• Poco a poco se va inhibiendo activamente el desarrollo de la capacidad de tomar otra perspectiva de nosotros/as mismos/as.
¿Qué está en nuestras manos?
Entender que estos sentimientos surgen ante la evaluación que uno hace de sí mismo frente a los propios ojos, y que esa evaluación es el resultado de los aprendizajes que han influido en la creación y generación de mi propio sentido consolidado de quién soy yo: entre los que están el desarrollo de auto-conciencia objetiva, cómo valoro la soledad, lo que significa ser diferente, la formación de ideales…
La vergüenza representa el espacio que hay entre los ideales del “cómo hay que ser” (la imagen a la que uno aspira) y el sentimiento de nosotros mismos en realidad (el reconocimiento de cómo somos). De tal manera que cuanto más grande sea la distancia entre estas dos imágenes mayor será la intensidad de la vergüenza sentida.
• Intenta acortar distancias entre el Yo ideal (imaginado) y el Yo real (percibido). Para ello es importante que no pongas demasiada atención en esforzarte por ser otra persona que no existe, sino en trabajar con tus ideales (a veces muy estrictos). Pregúntate ¿dónde está escrito y establecido “lo que hay que ser”? Revisa y cuestiónate personalmente estos requisitos, porque fueron moldeados por influencias pasadas que se formaron a partir de las relaciones con nuestras familias, compañeros, cultura subyacente, valores y costumbres. No son inamovibles, son aprendidos.
• Cuando sientas vergüenza por juzgarte como erróneo, párate e intenta hacer un ejercicio de auto-regulación objetiva que poco a poco te vaya dando mayor perspectiva de ti mismo: no es el posible juicio del otro lo más doloroso, es el que me hago a mí mismo/a el que me machaca. ¿Puedes buscar pruebas de que lo que te está pasando es algo puntual, circunstancial, y no algo que te define? Seguro que tienes un abanico de experiencias muy dispar en el que no siempre te sientes así.
La vergüenza es un reflejo de la pasividad, que a uno lo hace sentir débil, frágil e impotente. Ten claro que al esconder sentimientos que creemos que acarrearían problemas relacionales, inhibimos nuestra iniciativa, algo que a su vez puede hacer que nos sintamos avergonzados.
• Arriésgate a tomar la iniciativa y emprende acciones que te permitan expresar sus necesidades. Esto nos dará la oportunidad de contrastar el rechazo usualmente imaginado con las respuestas reales. ¿Y lo reconfortante que resulta a veces sentirnos entendidos y validados en contra de todo pronóstico? ¿y el orgullo que podemos sentir por haber corrido el riesgo de expresar nuestras necesidades? Tener iniciativa y, en última instancia, poder estar solo como un acto de asertividad y de expresión de uno mismo es una perspectiva que nos ayudará con su manejo.
• Entiende que la vergüenza es una experiencia compartida por una gran mayoría, que se refiere al dolor de estar solo, y que no tiene por qué ser el sentimiento que reafirme nuestra existencia. También puede ser una experiencia positiva, nos ayudará el sentirla como una señal de que participamos en el mundo, de que no nos escondemos, de que nos respetamos a nosotros mismos porque vivimos a través de nuestra identidad real y no a través del espejo de lo que no somos. Una postura de conciencia particular que nos ayudará a dirigirnos hacia la aceptación y la toma de conciencia del dolor y de la realidad que implica el participar en el mundo.
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