¿Qué significa que somos lo que nos contamos? A menudo reconocemos que lo que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida tiene un papel importante en nuestra forma de pensar y de observar el mundo, pero prestamos muy poca atención a si estos dos procesos (aprendizaje y pensamiento) tienen alguna conexión con nuestro lenguaje. ¿Existe relación entre nuestra forma de pensar y la manera en la que usamos el lenguaje? ¿nos afecta la manera de contarnos las cosas o es independiente de los hechos?, hoy nos proponemos despejar dudas acerca del lenguaje y si tiene cierto impacto sobre cómo nos planteamos las cosas.

Tenemos muy claro que el lenguaje nos sirve para expresarnos, desde que lo aprendemos en la infancia haremos uso de él ya para toda vida y nos servirá como medio para interaccionar con los demás, permitiéndonos expresar emociones, hacer peticiones, informar o exponer hechos, conceptos e ideas… pero no sólo su función es la de poder comunicarnos con el exterior, también nos brinda la oportunidad de comunicarnos con nosotros mismos, de una forma diferente a la que usamos cuando únicamente pensamos.

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¿Qué tipo de relación mantienen los pensamientos, el conocimiento y el lenguaje?

Antes que nada, empecemos por decir que percibimos y describimos lo percibido, pero para llegar a expresarlo, en nuestra más tierna infancia hemos tenido que concebir. El proceso que supone aprender una lengua se construye a través de dos aspectos: aprender a entender y aprender a hablar.

Para interpretar la experiencia cuando somos pequeños, exploramos el mundo físico y social, abstraemos y correlacionamos sonidos con significados, en definitiva, damos pasos esenciales que constituyen el conocimiento.

A medida que el niño adquiere nombres para las cosas, acciones y relaciones, aprehende su entorno de una nueva manera, se extiende más allá de su situación inmediata. Por ejemplo, cuando un niño pide “pan”, ha tenido ya que aprender que las personas y los objetos existen de forma independiente, qué es el pan, cómo se nombra y de qué manera decirlo; y puede nombrarlo para pedirlo sin tener una barra de pan delante porque a nivel mental ha pasado de procesar a través de la experiencia inmediata a otro tipo de sistema más abstracto y simbólico. Cuando al niño se le impone el lenguaje del adulto, con sus categorías, su mundo se hace altamente diferenciado y organizado, algo bueno para el proceso lógico del pensamiento y quizá no tanto para el de la expresión de los sentimientos y sensaciones, ya que supone mayor dificultad para ponerse de acuerdo.

Todo lo que concibo de mi yo, y de los objetos y relaciones externos a mí, se van haciendo conscientes y se expresan en el lenguaje. Durante este proceso los hechos no existen aislados, por sí mismos, sino que les damos un sentido y son construidos a través de lo que simbolizan para nosotros. Nos formamos una idea de lo que significa el mundo dentro de nuestro contexto comunicativo.

Hablando… ¿se entiende la gente?

Adam Schaff, en la obra Lenguaje y conocimiento, dice: en lingüística se distingue entre habla y lengua. Por “habla” se entiende el proceso concreto de comunicación de los hombres con la ayuda de vocablos, mientras que “lengua” es un sistema de reglas gramaticales y de significado obtenido por abstracción del verdadero proceso lingüístico.

Pensemos que, aunque a nivel comunicativo exista un código general, las palabras tienen una referencia en cada persona de acuerdo a su experiencia de vida y se matizan, lo que añade más complejidad a la comunicación de lo que podemos estar imaginando; para entender la idea, un ejemplo simple, todos conocemos la palabra “brócoli”, pero con nombrarla no hago referencia a cómo me supo el brócoli que cociné ayer en particular. Esta dificultad aumenta mucho más cuando las palabras hacen referencia a conceptos que pertenecen al mundo de lo abstracto, como sentimientos y sensaciones, por ejemplo, cuándo digo que algo “me da más vergüenza que a ti” ¿cómo puedo estar segura de que estoy en lo cierto cuando valoro la intensidad de tu sentimiento?, ¿lo que implica para ti que algo te dé vergüenza es lo mismo que para mí?… el sentimiento de vergüenza para mí puede simbolizar una sensación de debilidad y no desear pasar por ella por nada del mundo, y sin embargo para el otro puede significar una emoción más, sin tal nivel de carga emocional, o viceversa. Por lo que las palabras nos ayudan a ordenar conceptos a nivel comunitario, pero resultan limitantes si atendemos a los sentidos que cada uno haya asociado a ellas a lo largo de sus experiencias vitales.

Detrás de las palabras que decimos, hay mucho más: podemos encontrar un significado lógico, pero también uno emotivo. Es cierto que la comunicación lingüística habilita a las personas a en tenderse, pero si no nos ponemos de acuerdo sobre los significados que les damos a las palabras en determinado contexto, es seguro que la comunicación nos lleve a malentendidos.

De esta manera, los idiomas son universos lingüísticos que están referidos a su entorno, en su complejidad, y cada palabra y cada lenguaje predispone a nuestro pensamiento a un tipo de explicación. Por eso a veces la precisión del lenguaje es esencial, ya que equivocar un término es equivocar el concepto. Ser precisos en el uso del vocabulario es por tanto muy importante, es adiestrar en el pensar.

Los pensamientos están en la mente y buscamos su expresión, y aunque ciertamente el lenguaje no es indispensable para el desarrollo del pensamiento, sí lo es para comunicar(nos)lo. Es importante entender que no pensamos con palabras sino mediante palabras, por ejemplo, reaccionamos ante un hecho y para narrar lo que hemos vivido hemos de encontrar de entre el repertorio de palabras que tenemos registradas las que más se ajusten a las sensaciones que hemos experimentado; una vez expresadas a través de ciertas palabras, la vivencia quedará explicada para y por nosotros a través del habla.

El poder del discurso

Existe una gran diferencia entre el pensar en silencio, con uno mismo, y el discurso hablando; no es lo mismo saber una cosa y decirla. El pensamiento es un soliloquio, un hablar consigo mismo, es un decirse a sí mismo lo que está haciendo, los nombres de las cosas, darse órdenes, criticarse, etc. Sin embargo, cuando hablamos para comunicarnos con nuestro entorno se están dando tres procesos diferentes:

  • Pensamos lo que queremos decir y cómo organizarlo, cosa que en el soliloquio solemos saltar de un tema a otro o cavilar de forma circular contándonos una y otra vez lo mismo.
  • Lo expresamos: pronunciar una palabra es evocar una imagen que tiene que ver con nuestra memoria, con una experiencia interiorizada.
  • Y finalmente escuchamos nuestro propio discurso, pudiendo participar activamente como receptores (si realmente prestamos atención a lo que decimos).

En ocasiones cuando ponemos en palabras los pensamientos nos percatamos del poder que tienen: si exteriorizo los mensajes que me doy a mí mismo/a habitualmente, como por ejemplo las órdenes, lo que “debería” hacer o decir, a veces al escucharlas podemos sorprendernos por esas palabras con una carga emocional más severa de lo que en pensamiento nos parecían.

Tengamos en cuenta que el lenguaje utilizado en el discurso forma parte de la actividad o forma de vida de la persona que lo expresa; por ejemplo, las oraciones que empiezan con “Yo pienso” o “Yo creo” son descripciones su la propia vida.

Los seres humanos, por la educación lingüística recibida, terminamos por emplear las mismas fórmulas de manera que todos calculemos lo mismo. Hemos sido adiestrados para tener una determinada reacción ante un signo, sin embargo, muchas veces son meras costumbres que hemos ido automatizando y cuyo significado no solemos poner en duda; por ejemplo, cuando digo que “no puedo ir” desde un enfoque lógico estamos diciendo(nos) que no iremos a determinado lugar, pero emocionalmente esa frase puede significar que “no me apetece” o, sobre todo en casos de personas con ansiedad, que siento que “no soy capaz de ir”.

Poner atención al lenguaje que empleamos es una tarea compleja por todo el automatismo que conlleva, pero podemos empezar por observar nuestro propio discurso explícito, el que compartimos con los otros, para llevar a cabo ese trabajo de adiestramiento del pensar y del codificar las experiencias de una manera más ajustada: no es lo mismo decir “no puedo” como veíamos antes (haciéndome sentir incapaz) que “no quiero” (cuyo significado final es que decido/elijo no ir).

También es interesante poner atención a las frases que empiezan con un “Soy”… “Soy un despiste” por ejemplo, desprende un significado que no da pie a pensar otra cosa, ser un despistado/a me define en mi totalidad y favorece que fije un concepto rígido de mí mismo/a como tal. Y es que ¿acaso me olvido de todo?, ¿no recuerdo nada nunca?

Lo interesante no es sólo saber cómo se usa una palabra sino qué significa, es el caso de palabras tan sencillas como el “pero” ya que emocionalmente simboliza una anulación de lo anterior: si digo que “soy guapo pero bajito” notaréis que no es lo mismo que decir “soy bajito pero guapo”, en la primera frase la altura es un factor que prima por encima de la belleza, mientras que la segunda frase a la altura se le resta importancia.

Como podemos observar, la concordancia, la armonía entre pensamiento y realidad consiste en que cuando yo digo algo falsamente, la cosa persiste como es y no cómo yo la he descrito. La realidad es independiente a como yo la percibo o pienso y por tanto describo, pero los significados que se desprenden de nuestro discurso suelen ser con los que nos quedamos finalmente.

El lenguaje ha creado al hombre más que el hombre al lenguaje” -Jacques Monod-

 

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