No he podido evitar recordar la voz de Antonio Banderas en el inicio de “Dolor y Gloria”, película de Almodóvar, al empezar este escrito sobre cuerpo y somatización:

Tomé conciencia de cada una de las vértebras y de la cantidad de músculos y ligamentos que componen la mitología de nuestro organismo y que cómo con los dioses griegos nuestra única forma de relación es a través del sacrificio. Pero no todo es tan físico e ilustrable. También padezco penalidades abstractas, dolores del alma, como el pánico y la ansiedad que añaden angustia y terror a mi vida. Y naturalmente alterno desde hace años con la depresión. Las noches que coinciden varios dolores, esas noches, creo en dios y le rezo. Los días que solo padezco un tipo de dolor soy ateo“.

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Conexión cuerpo/mente

Fue en 1872 cuando Darwin comenzó a escribir sobre las conexiones entre el cuerpo y la mente, conexiones que aún seguimos explorando en la actualidad. Las emociones más fuertes no solo implican malestar cognitivo, no solo nos duele el alma, venía a contarnos Darwin, sino también las tripas y el corazón.

El corazón, las tripas y el cerebro se comunican íntimamente a través del nervio ¨neumogástrico¨, el nervio crítico implicado en la expresión y la gestión de las emociones tanto en seres humanos como en los animales. Cuando la mente está muy excitada, afecta inmediatamente al estado de las vísceras, de manera que bajo la activación habrá mucha más acción y reacción mutuas entre ambos“.

Y es que mientras registramos las emociones sin demasiada repercusión física, podemos más o menos percibir cierta sensación de control sobre nosotros mismos, pero cuando estas emociones vienen acompañadas de sensaciones del tipo “se me hunde el pecho” o “se me retuerce el estómago resulta mucho más complejo lidiar con ellas y entonces haremos lo posible para que estas sensaciones viscerales desaparezcan, sin importar ya demasiado cuál sea la causa de este dolor físico: ¡Que se vayan!. Entonces nos tomamos una cerveza para adormecer a nuestro córtex prefrontal o echamos mano del blíster de orfidal (entre algunas de las muchas cosas que se nos ocurre para adormecer nuestros dolores).

¿Cuántos problemas de salud mental, desde la adicción a las drogas al comportamiento autolesivo, empiezan como un intento de sobrellevar el potente dolor físico que generan nuestras emociones?

Miedo y cuerpo

Pues si tienes miedo vas igual. Tampoco es para tanto, yo también he hecho muchas cosas con miedo. Coges y entras en ese autobús, con dos narices, tampoco es tan difícil“. Cati entró en mi despacho con los hombros caídos y la barbilla prácticamente tocando su pecho. A la escenografía de su cuerpo le acompañaban estas palabras, que su madre no paraba de repetir y que a ella le retumbaban constantemente en su cabeza “Tampoco es para tanto… tampoco es para tanto…“.

¿Acaso soy tonta, Cristina?” Me preguntó mientras sus tímidos ojos miraban al suelo. Antes incluso de pronunciar una palabra, su cuerpo me estaba indicando que tenía miedo de enfrentarse al mundo.

Supongo que si ciertamente los miedos que la madre de Cati tuvo que afrontar a lo largo de su vida fueron tan sencillos de lidiar no irían acompañados de brutales sensaciones físicas como con las que lidian la mayoría de mis pacientes. Nuestra interioridad sensorial nos manda continuamente mensajes sutiles sobre las necesidades de nuestro organismo, cuando tenemos una conexión cómoda con nuestras sensaciones interiores sentimos una mayor percepción de control y una mejor capacidad de confrontación. Sin embargo, las personas que conviven con trastornos de ansiedad suelen sentirse crónicamente inseguras dentro de su cuerpo. Su cuerpo se ve continuamente bombardeado por señales de alarma viscerales y, en un intento de controlar estos procesos, suelen volverse expertos en ignorar sus instintos y en adormecer la conciencia de lo que está pasando en su interior. Aprenden a esconderse de sí mismos.

Cuanto más intenta la gente perder de vista e ignorar las señales internas de aviso, más probable es que se apodere una potente sensación de descontrol que los deja muertos de miedo, desconcertados, confusos e incluso avergonzados. Cuando las personas no podemos sentir cómodamente lo que nos sucede por dentro, nos sentimos drásticamente vulnerables e intentamos desconectarnos de nuestra experiencia, si no hay éxito en este intento de huida, acabamos teniendo ataques de pánico, es decir, acabamos desarrollando miedo al propio miedo.

Sabemos que estos síntomas de pánico se mantienen en gran parte porque las personas desarrollamos un miedo a las sensaciones corporales asociadas con los ataques de pánico. El ataque o la crisis, llámalo como quieras, puede ser desencadenado por algo que la persona sabe que es irracional, pero el miedo a las sensaciones físicas hace que escalen hasta una situación de emergencia en todo el cuerpo. La experiencia del miedo se deriva de las respuestas primitivas a la amenaza, donde la huida queda de algún modo frustrada. La gente se convierte en rehén del miedo hasta que esta experiencia visceral cambia o más fácilmente dicho, hasta que hacemos las paces con nuestro organismo.

El precio de ignorar nuestro cuerpo

El reconocido neurocientífico y neurólogo Antonio Damasio, quien trató a lo largo de su carrera a centenares de personas con diferentes daños cerebrales, escribió en el año 2000 “The feeling of What Happens” o en Castellano “La sensación de lo que ocurre”. Damasio empezó señalando la profunda división que existe entre nuestra percepción del yo y la vida sensorial de nuestro cuerpo. Como explicó poéticamente en su libro:

En ocasiones usamos nuestra mente no para descubrir hechos, sino para ocultarlos… Una de las cosas que la pantalla oculta con más eficacia es el cuerpo, nuestro propio cuerpo y con ello me refiero a su interior. Como un velo echado sobre la piel para garantizar su pudor, la pantalla puede eliminar parcialmente de la mente los estados internos del cuerpo, aquellos que constituyen el flujo de la vida a medida que deambula por el viaje de cada día“.

Para Damasio esa pantalla que nos disocia de nuestro cuerpo puede actuar en nuestro favor permitiéndonos atender a los problemas del mundo exterior, pudiendo ser aparentemente más funcionales. Sin embargo, tiene un precio, suele impedirnos percibir el posible origen y naturaleza de lo que llamamos el “yo“. El precio de ignorar y distorsionar los mensajes del cuerpo es ser incapaces de detectar que es realmente peligroso o dañino para nosotros o que por el contrario es seguro o fortalecedor. La autorregulación depende de mantener una relación cordial con nuestro cuerpo. Sin ella, tenemos que depender de la regulación exterior (medicación, drogas, relaciones de dependencia…).

Nuestro mundo sensorial toma forma incluso antes de que nazcamos. Empezamos siendo nuestra humedad, nuestra hambre, nuestra saciedad y nuestra somnolencia. Una cacofonía de sonidos e imágenes incomprensibles presiona nuestro inmaculado sistema nervioso. Incluso después de adquirir la conciencia y el lenguaje, nuestro sistema de percepción corporal nos da un retorno crucial sobre nuestro estado momento a momento. Su tarareo constante comunica los cambios en nuestras vísceras. El trabajo del cerebro es supervisar y evaluar constantemente lo que sucede en nuestro interior y alrededor nuestro. Estas evaluaciones se transmiten mediante mensajes químicos en el flujo sanguíneo y mediante mensajes eléctricos a nuestros nervios, causando cambios sutiles o drásticos en todo el cuerpo y en el cerebro. Estos cambios suelen suceder sin nuestra contribución consciente o nuestro conocimiento: las regiones subcorticales del cerebro son sorprendentemente eficientes regulando nuestra respiración, nuestro ritmo cardiaco, la digestión, la secreción hormonal y el sistema inmunológico. Sin embargo, estos sistemas pueden saturarse si nos enfrentamos a una amenaza constante o incluso ante la percepción de una amenaza que realmente no existe. Esto explica la gran variedad de problemas físicos que los investigadores han documentado en las personas con trastornos psicológicos.

Lo que ocurre cuando ni tu cabeza ni tu cuerpo están preparados para un funcionamiento “normal”, pero tú no quieres o no sabes escucharlos, es que sus quejas pasan de susurros a gritos, con la esperanza de que te pares a escuchar sus necesidades, es decir, las tuyas propias. Y así es como nuestro cuerpo se revela contra nosotros a través de la somatización de nuestras emociones, empezamos a tener muchos síntomas físicos para los que no se encuentra ninguna base física clara: dolor de estómago, mareos, visión borrosa, diarreas, vómitos, pinchazos, dolores de cabeza, colon espástico… Os daré un dato que particularmente me sorprendió mucho: los niños con un diagnóstico de estrés post traumático presentan una tasa de asma cincuenta veces superior que sus semejantes no traumatizados.

Agencia: ser dueños de nuestra vida

Para la Rae, agencia es el sustantivo que hace referencia a una empresa destinada a gestionar asuntos ajenos o a prestar determinados servicios. Sin embargo, Bessel van der Kolk, en su libro “El cuerpo lleva la cuenta” me enseñó un significado de agencia que me gustó mucho más. Agencia es el termino técnico para describir la sensación de estar a cargo de nuestra vida: saber dónde estamos, saber que tenemos mucho que decir sobre lo que nos sucede, saber que tenemos la capacidad de modelar nuestras circunstancias.

La agencia empieza con lo que los científicos llaman interocepción, es decir, el conocimiento de nuestras sensaciones corporales sutiles: cuanto mayor sea este conocimiento, más potencial para tener una buena gestión sobre nosotros mismos. Saber qué sentimos es el primer paso para saber por qué nos sentimos así. Si somos conscientes de los cambios constantes en nuestro entorno interior y exterior, podemos movilizarnos de mejor manera para manejarlos.

En el año 2005 José Coronado y Maribel Verdú narraron la película francesa “La Marche de l´emperaur”, en nuestros cines: “El viaje del emperador”. Después de ver ésta película, me encontré pensando en algunos de mis pacientes y, supongo, en mi propia vida. Los pingüinos son estoicos y adorables, y es trágico ver cómo, desde tiempos inmemoriales, caminan arduamente decenas de millas soportando unas adversidades indescriptibles para llegar a zonas de reproducción, perdiendo muchos huevos viables para luego, casi muertos de hambre volver al océano. Si los pingüinos tuvieran nuestros lóbulos frontales, habrían usado sus pequeñas aletas para construir iglús, habrían ideado una mejor división de las tareas y habrían reorganizado su suministro de alimentos.

Cuando tienes mucho miedo, eres un poco pingüino, a veces tienes una persistencia enorme, pero la brújula interior parece un tanto rota y todos los días repites los mismos circuitos sin demasiado margen a otras formas de hacer las cosas.

-“Cati, creo que antes de subir al autobús 35 minutos, deberíamos subir y hacer solo una parada. Así podremos poco a poco recuperar la percepción de seguridad dentro de este armatoste“.

-“¿Cómo no lo había pensado antes? ¿Ves como si soy tonta?

El miedo más puro, ese que te hunde el pecho y te retuerce las tripas, nos arrebata la imaginación que muchas veces necesitamos para crear algo mejor, al fin y al cabo, no somos tan tontos, solo estamos luchando por sobrevivir, o por “arrancarnos de cuajo” esa migraña, ese mareo, o ese dolor de estómago, aunque eso solo sea la punta del iceberg.

A veces desearía tener los ojos de pingüino para poder ver claramente, no importa donde estuviera… A diferencia de casi todos los animales, el cristalino de su ojo cambia de forma. En la superficie, se vuelve como el del humano. Bajo el agua se vuelve como el del pez. Así que vaya donde vaya un pingüino, siempre va con precisión“. Sam-Atípico

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