En nuestro viaje por las emociones hicimos una primera parada por la alegría, esa emoción tan brillante en la que percibimos la belleza que nos rodea por unos instantes y que nos ayudaba a conectar con el mundo cuando la compartimos. Hoy seguimos viajando para llegar a otra emoción que, por momentos, no nos permite ver que en nuestra vida hay motivos para estar agradecidos y conectados con algo: hablamos de la tristeza. Esa emoción de la que, a veces, algunas personas huyen a toda costa porque sienten temor a experimentarla, mientras que en otras personas parece provocarles un “enganche” sin remisión.

Segunda parada: Tristeza

Preparándonos para atracar en el puerto de la tristeza antes de nada debemos de tener una cosa clara: no se puede vivir una vida sin el sabor de la tristeza, sin despedidas ni ausencias. Es una emoción adaptativa que nos acompaña desde etapas muy tempranas de nuestra existencia; de hecho, ya en la edad preescolar se observan periodos de tristeza. Lo que sucede es que vamos cambiando nuestra manera de conceptualizarla, expresarla y autorregularla a medida que vamos creciendo con el desarrollo del lenguaje y la socialización.

Se dice que una persona está triste cuando, a nivel cognitivo, se produce una falta de interés y de motivación por actividades que antes eran satisfactorias, y se vislumbra la realidad desde un ángulo pesimista o sólo se ve lo malo de las situaciones; también incluye cambios de conducta visibles, porque estando tristes se suelen restringir las actividades físicas haciendo muy poco o nada, y podemos percibir en la persona modificaciones en sus líneas faciales y en la postura corporal, mostrando una especie de languidez. Ante esta serie de características, podemos estar preguntándonos ¿entonces cómo es posible que la tristeza sea adaptativa?

Aunque no nos acordemos, ya desde que nacemos conectamos de golpe con la pérdida, en este caso, con la del calor del vientre materno, para dar la bienvenida a un lugar nuevo en el que habitar y en el que nuestro organismo comenzará a nutrirse de una forma diferente. Es a partir de ese momento cuando emprendemos una aventura, la de vivir, en la que de forma cíclica daremos la bienvenida y nos despediremos de numerosísimas cosas. Dar la bienvenida supone experimentar la alegría de la curiosidad, el descubrimiento y el aprendizaje, mientras que despedirnos tendrá que ver con conectar con la tristeza.

En ese devenir natural, la tristeza nos ayuda a expresar el sentimiento que nos provoca una situación de pérdida o decepción, favoreciendo la reflexión y el autoconocimiento. Por tanto, se considera adaptativa porque nos ayuda a conectar con nosotros/as mismos/as y lo que nos importa o ha resultado significativo.

¿Cuáles son sus parajes más emblemáticos?

En general la tristeza se vive como una sensación de cansancio y abatimiento físico, así como de confusión mental y dolor del alma. Igual que la alegría era ligera, la tristeza es pesada.

Y a pesar de que nuestra sociedad no suele dar mucho margen a que se procure hacer visible, nuestro lenguaje recoge muchas palabras para poder designarla como abatimiento, añoranza, aflicción, apatía, congoja, frustración, decaimiento, decepción, desaliento, desamparo, desánimo, desconsuelo, desdicha, desencanto, desgana, desilusión, disgusto, dolor, duelo, fastidio, fracaso, lástima, melancolía, morriña, nostalgia, pena, pesar, pesadumbre o preocupación.

• Nos habla de pérdida

Se caracteriza por un tipo de sensación de pérdida, de dolor o de sentirse conmovido por una despedida o algo que termina: como alejarnos de un lugar referente para nosotros, despedirnos o perder a los que amamos, perder un objeto que apreciábamos por su significado, al sentir que se nos escapa una oportunidad o un objetivo que se deseaba conseguir, cuando interpretamos que hemos fracasado… En todos estos acontecimientos es natural que brote la tristeza, aunque también se puede sentir de forma pasajera cuando se renuncia, o cuando uno se rinde ante un conflicto interno y acepta lo inevitable.

Pero no sólo sentimos tristeza ante las despedidas de lo ya existente, sino que también brota un pesar más sutil que tiene que ver con fijarnos y ser más conscientes de que en una parte de nuestra realidad o experiencias nos falta algo. Hablamos por ejemplo de experiencias como sentir no poder amar o ser amados, valorar que no estamos siendo comprendidos o respetados en lo que es importante para nosotros por las personas de nuestro círculo más íntimo, o ser conscientes de la dificultad que nos supone abordar un conflicto.

La tristeza se vive como una crisis dolorosa en la que uno/a mismo/a se encuentra falto/a de recursos ante la carencia o la pérdida de algo emocionalmente valioso. Nuestra energía parece disminuir, y la que tenemos la utilizamos en ocasiones para llorar y/o lamentarnos. Nos sentimos profundamente solos, aislados, incluso abandonados a nuestra suerte.

• Nos marca un camino

Según vamos atravesando su territorio, la vida se contempla destructiva y desoladora, sin belleza, y sentimos que tiene un halo apagado que aparentemente no mejorará nunca. Así que temporalmente cambia nuestra escala de valores, nuestro entorno ya no es un escenario de exploración, sino que nuestra tarea será la de centrarnos en lo necesario para la supervivencia.

Como dijimos en nuestra visita por la alegría, a veces tendremos que atravesar momentos de incertidumbre, desconcierto o dificultad para finalmente vernos cara a cara con aquello que nos produce regocijo. Porque sin esa tristeza previa, estaríamos mucho menos conectados a lo que sentimos que es realmente valioso para nosotros/as, y sería mucho más probable que nos moviéramos sin rumbo.

Pensemos que no sólo perder a alguien querido nos hace brotar este sentimiento tan profundo de dolor; la añoranza que supone despedirnos o separarnos de algo que enriquece nuestra vida, también nos marca una dirección de lo que nos es familiar o importante para nosotros y nuestra existencia emocional.

Así que la tristeza nos ofrecerá una pausa. Nos desactiva temporalmente del devenir y ritmo de la vida para parar y valorar la carencia o lo perdido y, con el tiempo necesario, poder cerrar, reparar y reajustarnos de nuevo a ese ritmo. Es ese impasse el que nos está enviando un importante mensaje de afecto, de lo que nos ha sido relevante, de lo que podemos llegar a amar y de lo que no deseamos olvidar.

• ¿Seguir su cauce o colocar una presa?

Navegar por el cauce de la tristeza con frecuencia implica el llanto, una acción que cumple varias funciones:

– La función biológica general de llorar es liberar energía y carga tensional. Si sacamos esa energía a través de las lágrimas, este hecho puede actuar como señal para ti mismo/a de que algo te es difícil vivir y que por ello necesitas un tiempo para sopesar qué es lo que te produce ese dolor. Tengamos en cuenta que llorar es una de las primeras cosas que hacemos cuando venimos al mundo, y el llanto está motivado por el deseo de sobrevivir frente a la dificultad que nos supone haber perdido algo.

– También llorar cumple una función comunicativa con nuestros semejantes. Añade significado a lo que decimos o, incluso, expresa el mensaje de dolor cuando no somos capaces de expresarlo en palabras. Las lágrimas pueden estar diciendo distintas cosas, tales como “ya no puedo más”, “te quiero” o “me duele”. Además, con el llanto se pueden expresar otras emociones como alegría o felicidad, miedo o incluso enfado.

Tener presentes estas funciones adaptativas no resulta sencillo para todo el mundo. Quizás hayas aprendido a considerar que llorar es una muestra de debilidad o vulnerabilidad, más que una forma de liberar energía acumulada y comunicar el dolor que todos podemos sentir a lo largo de nuestra vida. Es el caso de las personas que, con el tiempo y las experiencias, han ido guardándose las lágrimas para no mostrarse tristes, para no preocupar a los otros o para evitar ser juzgados. Cuando eso pasa, y reprimimos nuestro dolor en numerosas ocasiones, involuntariamente vamos colocando poco a poco presas hasta el punto de fabricar una especie de desierto emocional del que, a lo largo de los años, nos puede resultar difícil salir porque terminemos por no identificar nuestra gran carga de dolor. De hecho, hay personas que cuando conectan con su tristeza después de mucho tiempo y la dejan salir, les resulta una experiencia dura y compleja que al principio pueden vivir con mucho temor.

Con todo ello, aclaremos que no se trata de creer que el llanto es algo que necesariamente ha de aparecer si uno está triste; cada persona responde ante las emociones según su estilo personal y hábitos. Aunque sí es importante tener en cuenta que, si se suele contener y acumular esta respuesta de salida, la tristeza con el tiempo puede traducirse en desolación y profundos sentimientos de soledad, vacío y angustia.

• Conocer sus fronteras limítrofes

Hay que tener cuidado con la compasión. Una cosa es rescatar nuestro dolor, entenderlo, procesarlo y aprender a despedirnos de él, y otra cosa es quedarnos merodeando alrededor de del dolor, sin otra salida que seguir dando vueltas. Es esa estrategia la que se muestra a través de la queja, tales como: “nada me sale bien”, “todo me va mal”, “nunca tengo suerte”, “no hay nada que se pueda hacer” … son quejas que hacen que conectemos con el sufrimiento, y nos perdamos en la amargura y la pasividad frente a nuestro propio dolor.

Además, es importante estar atentos para evitar caer en comparativas con el dolor de otras personas, haciendo frases hechas como “anímate”, “otros están peor que yo”, si lo mío no es para tanto” … son sólo tres ejemplos de los muchos tipos de presas de las que hablábamos antes que colocamos, y que sólo reflejan el malestar que nos causa experimentar tristeza; como una especie de intento por evadirse de ella, un intento que termina siendo infructuoso y que no nos permite conectar para digerir lo perdido y luego avanzar.

Por otro lado, es importante saber que experimentar tristeza no es estar deprimido. A menudo de forma coloquial tendemos a usar este término para expresar que nos sentimos abatidos/as, pero en realidad la depresión se caracteriza por una serie de peculiaridades que la diferencian de la tristeza. Como en otras ocasiones ya hemos recogido con más detalle en qué consiste la depresión, de forma muy breve diremos que la experimentamos cuando existe una necesidad involuntaria de permanecer en la tristeza por mucho tiempo.

Esto sucede cuando no hacemos los duelos correspondientes a las pérdidas que hemos vivido y terminamos abandonando nuestra esperanza. Al no hacer un ejercicio de despedida, nos quedamos conectados al dolor de la pérdida, indefensos y convencidos de que hagamos lo que hagamos nada servirá para recuperar lo perdido. Así que terminamos sintiéndonos presas del hundimiento emocional y nos desconectamos del sentimiento de esperanza que podría surgir frente a lo nuevo.

Porque un dolor profundo no se hace pequeño con el tiempo, esperando que desaparezca sólo, de hecho se mantiene tal y como está y, a base de presas, nuestra vida crece alrededor de él. Así que atravesar un duelo es más importante en nuestro universo emocional de lo que a menudo valoramos, y nadie puede hacerlo por nosotros salvo nosotros mismos.

¿Qué significa hacer un duelo? Pues es aprender a ser capaz de desprendernos de lo que teníamos para poder despedir, o lo que es lo mismo, para despedirse de algo es preciso reconocer que existió y también aceptar que se perdió en algún momento.

Para nada hablamos de olvidar cuando nombramos el duelo, sino que se trata de un proceso en el que, a través de respeto, tiempo y paciencia con uno/a mismo/a, busquemos favorecer que esa despedida pase a formar parte de nuestra existencia, como una condición sine qua non para la vida.

Y haciéndolo traspasaremos ese período en el que podamos aprender a convivir con nuestro dolor; porque llega un momento en el que, aunque lo perdido nunca se olvidará, el dolor deja de paralizarnos y se vuelve manejable, podemos vivir con él y deja de ser lo primero en lo que pensamos cuando nos levantamos por las mañanas.

Recursos para sobrellevar la tristeza

Ser optimista es una cosa, y no querer sentir la tristeza es otra; porque, la mayoría de las veces, bombardearnos a mensajes positivos no va a eliminar nuestro pesar. Así que, para alejarnos de esta confusión (a veces tan extendida), os compartimos qué claves son las más saludables para sobrellevar la tristeza.

• Entendamos su mensaje: La tristeza es una emoción transitoria que nos ofrece una pausa para invertir un tiempo necesario para poder recomponernos, llevar a cabo la despedida y reconectar con nuestro devenir, dejando paso a otras emociones.

• Durante ese tiempo, diferente en cada persona, viene acompañada de inactividad, falta de fuerza, lentitud de pensamiento, pesadez mental, necesidad de aposentarnos o estar tumbados… Estas experiencias nos ayudarán a lo primero y más importante: reconocer la emoción, darle nombre.

Identificar qué es lo que suele generarnos tristeza. Para ello podemos preguntarnos y respondernos con sinceridad “¿Qué siento que he perdido o que estoy perdiendo?”. Podemos hacer una lista con lo que identifiquemos en nuestro momento actual.

Es en este punto cuando debemos poner atención a algo que puede resultarnos peligroso: vivir ilusionados no es vivir de ilusiones, es decir, que será importante identificar nuestros guiones mentales cerrados de cómo han de hacerse y sucederse las cosas. Suele mostrarse cuando estamos tomando una actitud desconectada de la acción, y nos vemos esperando a que algo se haga realidad, algo que no parece llegar nunca. Ante tales sensaciones nos frustramos, decepcionamos y sentimos que perdemos, pero no es una pérdida en realidad, sino una dificultad para reconocer lo que nos ilusiona y nuestra falta de iniciativa para intentar acercarnos a ello y a un futuro mejor. Si te das cuenta que en algunas cosas estás en esta situación, la clave será invertir en constancia, perseverancia y esfuerzo.

Observar lo que solemos hacer con ella. Porque no nos está resultando beneficioso si:

La inhibimos, que es cuando tendemos habitualmente a la evitación o modificación de una situación que nos puede hacer sentirnos tristes, la distracción y la evitación mental de un suceso negativo, la desviación de la atención hacia otra situación… no la atendemos mínimamente, y así nunca aprendemos a generar recursos para gestionarla.

La exageramos cuando caemos cíclicamente en la queja, posicionándonos pasivos frente a qué hacer con lo que sentimos. Aumenta nuestra sensación de indefensión y no somos capaces de atender a otra cosa que no sea a lo que hemos perdido o no conseguimos; así que dejamos de ver otras cosas que sí están presentes y que son motivo de agradecimiento.

Nos ayudará a manejarla si:

Respetamos nuestro propio ritmo en el ser y en el hacer. Así que se tratará de reconocernos el derecho de pasar el tiempo necesario para respetar nuestra tristeza y elaborar un proceso de pérdida con los duelos correspondientes.

Nos permitirnos espacios de reposo, calma, atención, escucha, y también de silencio y soledad.

Mantenemos una relación saludable con el llanto. No es una cuestión de recrearse en él, sino que se trata de que, si aparece el llanto, es importante que le podamos dar el espacio necesario y lo expresemos si así lo deseamos. Tengamos en cuenta que si nos damos permiso para hacerlo o respetamos que el otro llore (si así lo desea), esto se traducirá en el regalo más saludable que podemos hacernos: compartir nuestra pena o desilusión es la tristeza libre de culpa, y posteriormente experimentaremos una sensación liberadora.

Sabemos que no a todas las personas les parece que este tipo de situación sea un regalo, ya que cuando vemos a otro llorando sentimos una especie de contagio emocional que nos puede resultar desagradable o angustioso. Pero sepamos que intentar tranquilizar al otro (¿o quizás en esas situaciones sea a nosotros mismos?) negando sus motivos, ridiculizándolos o a base de prohibición para que no exprese así su tristeza, está dañándolo más que ayudando.

• Al hilo de lo anterior, será importante acompañarnos a ratos de personas que apreciamos y que sean capaces de respetar nuestro duelo. Con los que verbalizar y efectuar un drenaje emocional sin juzgar ni censurar lo que sentimos o pensamos.

Atender hacia afuera: pasear, mirar y contemplar.

• Recordar que, a pesar del sufrimiento actual, la vida ofrece muchos motivos de alegría y que esta emoción también pasará.

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