¿Te acuerdas cómo te sentías de pequeño/a? todo era novedad, y de tu interior brotaba una curiosidad innata por descubrir qué es lo que te rodeaba, tenías los sentidos bien abiertos y te sorprendías por cosas que, muchas veces, pasaban desapercibidas para los ojos de los mayores. Querías aprenderlo todo, experimentar qué iba a suceder si… y así, poco a poco, incorporar el mundo entero a tu interior. Lo que sentías, aunque no supieses ponerle nombre, ni eras consciente de lo que era eso, lo vivías y expresabas como un diamante en bruto. Los adultos que te acompañaban, a veces ajenos, o menor o mayormente conectados a su propio universo emocional, fueron puliendo esos diamantes con sus pautas, prohibiciones y permisos. Y así, poco a poco, a través de experiencias y por las enseñanzas de personas de referencia (a veces ejemplares, y otras incoherentes), llegamos a ser adultos, habiendo modulado lo que es legítimo sentir y lo que es mejor reprimir en ciertos momentos, o continuamente. Maduramos biológicamente a medida que transcurre el tiempo, pero ¿sucede lo mismo en el terreno emocional?, ¿realmente atendemos y entendemos nuestras emociones? ¿Estás preparado para hacer un viaje por las emociones?
En una sociedad en la que recurrimos a numerosos simbolismos para expresar lo que son las experiencias internas e inmateriales, es decir, nuestras emociones, a veces se nos hace complicado expresar que queremos a una persona si no es haciéndole un regalo. Y como es una experiencia intangible en un entorno que alaba lo material y lo tangible, es sensible a ser desechado por nuestra atención.
Por todos esos condicionantes que, quizás, no seamos conscientes y que nos acompañan en todo momento, en ocasiones nos resulta costoso conciliar la razón y la emoción. Puede darnos la sensación de que son independientes a nuestra inteligencia y de que sólo con la razón hallaremos las estrategias para conseguir lo que necesitamos; porque a veces nuestro intelecto busca desesperadamente conseguir hacernos sentir (o evitar hacernos sentir) de una u otra forma, sin resultados por desconocer las reglas del juego emocional.
Así que, os proponemos hacer un viaje por nuestras emociones; un viaje en el cual, según avancemos, nos asomaremos por los terrenos de la alegría, la tristeza, el enfado, el miedo, la vergüenza, la culpa y la envidia. Nuestro objetivo final será conocerlas más para darles un hueco y la suficiente atención como para que trabajen, conjuntamente con nuestra inteligencia racional, para nosotros y que no sea al revés. Y así, como quien escucha un buen consejo, nos puedan ayudar a guiar nuestra conducta y los procesos de pensamiento. ¿Te apuntas?
Prepara la maleta, vamos a hacer un viaje por las emociones
Hablamos de emociones ¿Qué son? Pues resumiendo mucho, nuestras emociones son pura química cerebral que se termina codificando como un estado afectivo. Ese estado afectivo viene acompañado de cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos) que provienen de lo innato y de la experiencia aprendida a lo largo de nuestra historia de vida.
Y otra cuestión que puede surgirnos ¿son diferentes las emociones de los sentimientos? Digamos que cada emoción es una reacción psicofisiológica que ocurre de manera espontánea y automática fuera de nuestro alcance; ahora bien, existe una segunda etapa en la que nuestro cerebro es capaz de traducir una emoción en la percepción de sentimientos asociados a ella. Es decir, nuestro organismo se entera antes que nuestra conciencia de los cambios que está generando una emoción emergente, y luego interviene nuestra razón para codificarla y darle significado, haciendo rápidamente una serie de interpretaciones de la emoción. Esta serie de interpretaciones, la mayoría de las veces generada involuntariamente y que ha sido consolidada a través de nuestros aprendizajes, es a lo que llamamos sentimientos.
Según el psicólogo Paul Ekman, una de las figuras más influyentes en el campo de las emociones del pasado siglo, cada emoción es un proceso de tipo particular de valoración automática influida por nuestro pasado evolutivo y personal, en el que sentimos que está ocurriendo algo importante para nuestro bienestar, produciendo un conjunto de cambios físico y comportamentales para hacernos cargo de una situación.
Sepamos que las emociones nos influyen psicológicamente, ya que alteran nuestra atención y activan redes neuronales de la memoria; fisiológicamente, porque organizan rápidamente las respuestas de distintos sistemas biológicos, en donde están incluidas las expresiones faciales, los músculos, la voz, la actividad del Sistema Nervioso Autónomo y la del sistema endocrino; y también en nuestras conductas, ya que nos pueden servir para establecer nuestra posición con respecto a nuestro entorno.
Nos sirven para adaptarnos y preparar a nuestro organismo para la acción, pero también nos orientan hacia nuestras motivaciones personales, y su código cumple una especie de función social, ya que nos permite hacernos entender a través de su expresión, así como comprender a los otros.
Pero para conseguir sacar su máximo partido necesitaremos:
1. Percibirlas y reconocerlas de forma consciente, es decir, identificar qué sentimos (no qué deberíamos sentir) y ser capaces de darle una etiqueta verbal.
2. Comprenderlas, o lo que es lo mismo, integrar lo que sentimos dentro de nuestro pensamiento y saber considerar la complejidad de los cambios emocionales.
3. Regularlas, dirigirlas y manejarlas teniendo en cuenta nuestros objetivos a largo plazo para que nos sean realmente de ayuda.
Y es que una emoción básica es un estado afectivo que comenzará, estará con nosotros/as y llegará a su fin tarde o temprano. De hecho, a lo largo de un día experimentamos emociones diversas y con diferentes intensidades; unos cambios que a veces nos pueden crear confusión por parecer incompatibles u opuestos, porque… ¿puedo sentir ilusión por irme de viaje y a la vez un miedo atroz? Pues la respuesta es sí. Así que el tratamiento que debemos de dar a este material sensible es el de liberarnos de juicios de lo que a nuestra razón le parece “lo normal” o “anormal”, y manejarla in situ con la visión más puesta en el horizonte que en lo que va a suponer inmediatamente; porque al tiempo se irá y dejaremos de sentirla. Y si identificamos que es una de esas que vuelve a visitarnos muy a menudo, intentemos poner especial atención, porque algo nos está queriendo decir.
Primera parada: Alegría
La idea de ser felices es tan antigua como las primeras civilizaciones. Ya los antiguos griegos se reunían en sus plazas para debatir acerca de términos tan abstractos como la alegría, la buena vida o la felicidad (eudaimonia, tal como ellos la concebían). Aunque, según el momento histórico-social en el que nos hayamos encontrado, el estado de alegría y la fórmula de la felicidad ha sido concebida y buscada en diferentes lugares: en la lealtad a un líder, en encontrar una familia ideal, en la consecución del éxito… ahora podríamos decir que existe una extendida tendencia social a creer que la razón de nuestra existencia es buscar ser felices a través de experimentar continuamente la emoción de la que hablaremos hoy: la alegría.
En consulta, y fuera de ella, vemos que hay personas cuya lucha consiste en buscar sentirse alegres constantemente, personas que creen necesario (casi obligatorio) huir del reconocimiento de emociones como la tristeza o el miedo por temor a entrar en un pozo de oscuridad en el que no haya espacio para la alegría y la luminosidad de espíritu. Pero, nada más lejos de la realidad, y como decía Helen Keller “La maravillosa riqueza de la experiencia humana perdería parte de su gratificante alegría si no fuera por las limitaciones que debemos vencer. La cima no sería ni la mitad de maravillosa si no hubiésemos cruzado antes los valles oscuros.”
Así que la primera clave a la que debemos atender para comprender esta emoción es que, para llegar a sentir alegría no siempre funcionará el lanzamiento indiscriminado de mensajes positivos y motivadores, la huida hacia delante de nuestros errores, o meter en un cajón lo que nos desagrada y cerrar con llave; sino que a veces tendremos que atravesar momentos de incertidumbre, desconcierto o dificultad para finalmente vernos cara a cara con ella, con la alegría, desde un lugar sincero que nos cargará de entusiasmo.
¿Cuáles son sus parajes más emblemáticos?
La alegría nos suele ofrecer sensación de bienestar y ligereza, de seguridad. Experimentándola vivimos momentos especiales con menor sentimiento de carga. Su mensaje abreviado se podría decir que es “esta experiencia te gusta, es deseable que busques cómo repetirla”.
Podemos utilizar palabras como entusiasmo, euforia, excitación, contento, deleite, diversión, placer, gratificación, satisfacción, capricho, éxtasis, alivio, regocijo o humor para poder describirla.
Nos habla de belleza
Sepamos que fisiológicamente la zona de la corteza prefrontal del lado izquierdo, principalmente, se asocia con las emociones de felicidad, de alegría. Sin embargo, también intervienen el hipocampo, que tiene que ver con la memoria, y la zona occipital, vinculada a la vista. ¿Y por qué decimos esto? Porque hay un aspecto muy importante que se desprende de la alegría: con ella se estimula y retroalimenta una mirada abierta a captar la belleza. Y es que podemos sentir alegría simplemente por el mero hecho de estar vivos, por estar acompañados por la persona amada, al contemplar un bello paisaje, o escuchar una bella melodía.
Nos maraca un camino: persevera
También surge cuando se produce un progreso hacia los objetivos que deseamos o cuando hemos conseguido una meta dilatadamente trabajada y deseada, cuando resolvemos algo difícil o cuando nos hemos esforzado y nos ha merecido la pena. Coincidiendo con la filosofía de Helen Keller, las experiencias de alegría son elementos de resiliencia. Su recuerdo nos dice que en la vida hay muchas cosas valiosas y que de vez en cuando terminaremos experimentando de nuevo esa sensación de ligereza y gratificación. El problema al que nos enfrentamos en este terreno es que, durante el progreso hacia nuestras metas, nuestra alegría puede verse dinamitada por el miedo a perder lo conseguido o a no lograrlo “nunca”, así como por el sentimiento de frustración proveniente de la impaciencia o un concepto de nosotros mismos deteriorado por falta de autoexploración.
Curiosea con ojos de niño
Y hablando de explorar, de esto también trata la alegría, ya que es una emoción facilitadora para que surja la inquietud por la exploración. Muchas veces la alegría surge desde la espontaneidad, naturalidad y en cultivo de la curiosidad y del darnos permiso a recibir lo que esté por venir. De hecho, la emoción fugaz de sorpresa y la alegría es el mejor tándem para estimular el deseo por aprender.
Decía Mark Twain “Dentro de 20 años estarás más decepcionado de las cosas que no hiciste que de las que hiciste. Así que desata amarras y navega alejándote de los puestos conocidos. Aprovecha los vientos alisios en tus velas. Explora. Sueña. Descubre”. Y es que cambiar la mirada y permitirnos vivir como si fuese un descubrimiento, nos ayudará a encarar nuestros miedos y hace que experimentemos más a menudo alegría. Cuando esto ocurre, poco a poco vamos apreciando más belleza a nuestro alrededor, y desearemos ampliar fronteras para descubrir nuevas experiencias que sin duda enriquecerán nuestro aprendizaje. Así se afinará nuestro conocimiento y sensibilidad hacia lo que nos es grato: nos veremos más activos que pasivos en este proceso, y exploraremos y aumentaremos nuestra creatividad, con el objetivo de descubrir más parajes que nos transporten a esa alegría.
No te la guardes, compártela
Otro aspecto que rodea a la alegría es que, cuando la experimentamos, a veces nos invaden sentimientos de generosidad y agradecimiento: a uno mismo, a los demás o a la vida. Esas sensaciones son aún más gratas si las compartimos que si nos las guardamos para nosotros porque, de hecho, es fácil que los que nos rodean se contagien de ella con facilidad. ¿No te ha pasado nunca que te hayas contagiado de la alegría de un amigo y al final habéis terminado compartiendo risas?
La energía que desprende la alegría contribuye a favorecer un clima emocional más acogedor y cálido, favorece el acercamiento a los demás y mejora los lazos sociales. Y si se comparte, además se mantiene viva por más tiempo.
Reflexiones finales
La alegría nos tonifica, conforta, aviva y nos da vigor, nos ayuda a manejarnos con miedo, embellece a lo que nos rodea, mejora calidad de relaciones personales, estimula la creatividad y nos permite seguir compartiendo y aprendiendo.
Para llegar a la alegría a veces tenemos que atravesar inquietud, aceptar lo que sucede, incluso para dejarnos sentir tristeza, porque sin ella no viviremos la experiencia del cambio hacia lo grato; permitirnos dejarnos sorprender y fomentar nuestro espíritu curioso; y aprender a sentir la alegría de los demás y con los demás, será otro factor que resulte de lo más gratificante. Porque dispensarla a los demás aumentará nuestro entusiasmo y desarrollaremos la capacidad de compartir el gozo de nuestro bienestar compartido.
Hay procesos que requieren dedicación y no dar por sentado. Escucha con atención, páusate para observar con ojos de aprendiz. Respira. Celebra los éxitos propios y ajenos.
Además, en ese camino tendremos que tener en cuenta un peligro que a veces conlleva la alegría, porque ya sabemos que los excesos nunca fueron buenos… evita caer en la euforia o exceso de confianza, porque es un estado que puede hacernos perder la capacidad de hacer lecturas realistas y desfigurar la práctica de los procesos que acabamos de contarte. Así que trata de cultivar la humildad para el saber cuándo vas a necesitar ayuda o reconocer en qué te gustaría mejorar.
Y procura estar atento/a con el miedo, que se filtra, porque una dificultad con la que podemos toparnos es que decidamos reprimir nuestra manera de expresar alegría por temor al juicio social; esto sólo hará que perdamos la oportunidad de vivirla y transmitirla al ambiente. Así que te invitamos a que descubras tu propio sentido del humor y cómo compartirlo: está en tus manos cantar, bailar, reír, jugar, saltar, abrazar, buscar qué es lo que te resulta bello… todo ello es estar dispuestos a que entre la alegría aún más en nosotros y nos ilumine. Y, sobre todo, no esperes a que sean los otros los que te den motivos para alegrarte el día, pasa del deseo a la realización, ¡ve tú a buscarlos!
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