A veces me pregunto si preocuparse por las cosas es bueno o malo. Si buscas en el diccionario la definición de “preocupar”, la primera acepción es “ocupar antes o anticipadamente de algo”. Esto no es necesariamente malo. A veces anticiparnos a las cosas nos permite estar mejor preparados para afrontarlas. Sin embargo, la RAE también contempla otros significados que incluyen “producir intranquilidad, temor, angustia o inquietud” o “interesar a alguien de modo que le sea difícil admitir o pensar en otras cosas”. Esto ya es distinto, porque si la preocupación me produce angustia y no me deja pensar en otras cosas, ya no parece tan deseable.

Quizá haya preocupaciones razonables que nos permiten movilizar estrategias de afrontamiento y otras que sólo producen angustia y emociones negativas. Pero ¿cómo se diferencian unas y otras? En el momento es probable que todas las cosas que nos preocupan nos parezcan igual de importantes, igual de probables, igual de legítimas.

En este post me gustaría compartir algunas claves para diferenciar preocupaciones legítimas de otras que no lo son tanto y también adelantar algunas ideas para hacer frente a la preocupación. 

Cómo distinguir las preocupaciones legítimas de otras que no lo son tanto 

Como habitualmente ocurre en psicología, no existe una regla absoluta que nos permita realizar esta distinción en todos los casos. Sin embargo, me parecen útiles los criterios proporcionados por Beck (2013). 

De acuerdo con este autor, la preocupación productiva:

  • Se proyecta sobre cosas concretas e inmediatas
  • Nos pone en modo acción y nos anima a intentar soluciones
  • Nos permite sentir que podemos ejercer un cierto control sobre ella
  • Nos permite tolerar un cierto grado de incertidumbre
  • Nos genera un nivel de ansiedad manejable. 

Por el contrario, la preocupación patológica:

  • Se proyecta sobre problemas abstractos y distantes
  • Nos lleva a buscar la certeza absoluta
  • Nos obliga a descartar casi todas las posibles soluciones porque “ninguna funcionará”
  • No nos pone en modo acción, sino que nos mantiene focalizados en la emoción negativa
  • Nos lleva a visualizar consecuencias terribles
  • Nos hace sentir indefensos e ineficaces
  • Nos produce un elevado nivel de malestar o ansiedad.

Parece, por tanto, que preocuparme por el examen del día siguiente, puede motivarme a dar ese último empujón en el estudio, sabiendo que si estudio más, lo normal es que saque mejores notas. Y esto lo puedo hacer sabiendo que si suspendo tampoco es el fin del mundo ya que en la próxima ocasión siempre puedo estudiar más. Este patrón me llevará a sentir un cierto nivel de activación o ansiedad, pero serán los “nervios normales” previos a un examen. 

Sin embargo, también podría preocuparme por sufrir un accidente cuando salgo a la calle. A fin de cuentas, pasa a menudo porque lo veo en las noticias. Hay muchos tipos de accidentes posibles y cualquiera de ellos podrían pasarme a mí. Puedo convencerme de que estos accidentes son imprevisibles y que nada de lo que yo haga va a reducir de manera eficaz su probabilidad. También puedo convencerme de que todos los accidentes tienen consecuencias letales. Si sigo sobre este esquema de pensamiento, puedo llegar a la conclusión de que lo único seguro es no salir de casa. 

En estos dos ejemplos podemos ver claramente cuando una preocupación deja de ser productiva o legítima y se convierte en patológica.

¿Por qué nos preocupamos y cómo podemos manejar la preocupación?

Michael Yapko define la fórmula básica de la ansiedad de un modo que a mí me resulta especialmente útil por su sencillez. Es el resultado de sobreestimar los riesgos y subestimar los recursos que tenemos para hacer frente a los mismos.

Cuando nos preocupamos pasa algo parecido a esto y la preocupación está muy relacionada con la valoración que hacemos tanto del riesgo, como de nuestros recursos para afrontarlo. Parece, por tanto, que cualquier estrategia que incida de manera positiva sobre estos polos podría ayudarnos a manejar la preocupación. 

Así, ante algo que nos preocupa, sería razonable, preguntarnos cosas como ¿Cuál es la probabilidad de ocurrencia de este acontecimiento? ¿Cuál es su máxima gravedad? ¿Cuáles son los hechos en los que me baso para determinar estos extremos? Estas preguntas, y otras similares, pueden ayudarnos llevar a cabo una valoración más realista del riesgo.

Igualmente podríamos tratar de valorar de manera más realista nuestra capacidad de afrontar el riesgo. Podríamos preguntarnos qué haríamos en caso de materializarse el riesgo. ¿Me quedaría yo de manera pasiva sufriendo sus consecuencias? ¿Podría tomar algún tipo de acción para prevenir o mitigar el riesgo? ¿Tengo algún ejemplo de ocasiones, pasadas, en las que he demostrado tener recursos para afrontar riesgos similares?

En el marco de la terapia cognitivo conductual existen numerosas herramientas eficaces para hacer frente a las preocupaciones que interfieren negativamente con nuestra vida, si bien para determinar qué estrategias conviene aplicar en cada caso es necesario un análisis profundo de las circunstancias. No obstante, puede ser interesante comenzar reflexionado sobre cuanto de legítimas son nuestras preocupaciones y cuanto de realista es la valoración que estamos haciendo del riesgo y de nuestra capacidad de afrontamiento.

Referencias

Beck, A. T. (2013). Terapia cognitiva para trastornos de ansiedad. Desclee de brouwer.

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