¡Tú no te preocupes!” Como si preocuparse no fuera efectivo. Pero como en casi todo en esta vida, lo que se acaba dando de forma excesiva acaba resultando un problema. Pues eso, que lejos de lo que a priori podemos pensar, preocuparse tiene su función y nos ayuda en muchos momentos de nuestra vida. Hoy vamos a hablar sobre el mecanismo de la preocupación.

La función de las preocupaciones es afrontar, planificar o solventar un problema. Cuando existe una dificultad, visualizamos las diferentes formas de afrontamiento, valoramos los pros y contras de cada una de ella y a través de una economía de ganancias elegimos la solución con menor coste. El problema es que para algunas personas la preocupación ha dejado de ser una estrategia funcional, básicamente porque se preocupan sin que exista en el contexto ningún disparador objetivo, es decir, no hay motivos que inviten a la preocupación, sin embargo, la persona se siente preocupada de forma constante. Lo que está ocurriendo en el contexto es totalmente trascendental, pues si la persona se siente constantemente preocupada porque por ejemplo su hijo está ingresado por una enfermedad grave, el contexto justificaría el estado de preocupación y en ningún caso estaríamos hablando de una conducta disfuncional. Es importante aclarar que todos nos preocupamos por cosas que no están pasando y que no tenemos señales de que vayan a ocurrir y no tenemos por qué percibirlo como un problema. Hablamos de que la preocupación se ha convertido en un problema cuando afecta a la calidad de vida de la persona, que generalmente ocurre cuando las preocupaciones son constantes, a cerca de diversos temas o cuando nos preocupa u obsesiona el mero hecho de estar preocupados.

Las preocupaciones excesivas y constantes son características del trastorno de ansiedad generalizada, que se caracteriza por éste tipo de preocupaciones que se presentan durante al menos 6 meses sobre los eventos cotidianos o temas de contenido similar a estos. Esta preocupación puede referirse al pasado, al presente o al futuro. El elemento fundamental para el diagnóstico de este trastorno es la dificultad que tiene el paciente para controlar estas preocupaciones.

Las preocupaciones

Las personas con ansiedad generalizada describen su problema como no puedo dejar de preocuparme, no pueden parar sus pensamientos sobre que las cosas puedan ir mal. Preocupaciones sobre la salud de sus hijos (¿Y si mi hijo tuviera meningitis?), sobre su seguridad (¿Y si el autobús tiene un accidente?), sobre la seguridad de otras personas a las que quieren (me da miedo que mi mujer tenga un accidente de tráfico), sobre el trabajo (¿Y si me quedo sin clientes?), sobre su propia salud (¿Y si tuviera una enfermedad grave?), o sobre cualquier otro tema que pueda resultar perturbador.

Cada vez que aparece una preocupación, la persona busca mentalmente una solución. Pero la solución a su vez provoca una nueva preocupación que se intenta neutralizar con otra solución. Pero la solución a su vez, provoca otra nueva preocupación que se intenta neutralizar con otra solución. Y así se entra en un proceso rumiativo que parece no tener fin.

También pueden aparecer otro tipo de pensamientos: preocupaciones sobre las preocupaciones. En cada caso es distinto, pero después de un tiempo sintiendo estas preocupaciones constantemente, la persona puede llegar a preocuparse por su preocupación. Cree que todo este proceso no es normal, que quizá esté enfermo o sufra algún trastorno muy grave y que quizá acabe padeciendo un colapso nervioso, volviéndose loco o que como consecuencia cómo resultado de sentir ansiedad tanto tiempo, acabará dañándolo físicamente (error). A partir de ese momento, la autofocalización se centra en la propia preocupación, y en cuanto se detecta se intenta evitar a toda costa.

Por otra parte, también es frecuente tener otro tipo de pensamientos sobre las preocupaciones. Creencias acerca de que preocuparse, en realidad, es bueno. Sería algo así como creer que la preocupación es un modo de afrontamiento de posibles problemas y tener ya preparado un plan para abordarlos. Esta manera de conceptualizar la preocupación, se aprende durante la infancia y es muy probable que la influencia de los padres sea determinante en su adquisición.

¿Por qué nos enganchamos a la preocupación?

Una mujer entra en el ascensor de la casa de su amiga. Esta mujer tiene claustrofobia. No importa que el ascensor funcione con normalidad, en fracciones de segundo, la cabeza de nuestra protagonista se ve invadida por una intensa señal de peligro. Se visualiza encerrada, con falta de aire, teniendo que ser atendida por sanitario. Su cuerpo se ve sacudido por temblores, tiene una potente sensación de ahogo y el corazón le palpita intensamente. Al percibir el malestar decide dar al botón del siguiente piso y bajarse y tan pronto como sale llega el alivio y la tranquilidad.

Este ejemplo nos muestra lo que podemos denominar “la trampa de la ansiedad”. La trampa de la ansiedad es un mecanismo natural de supervivencia que sobreusamos. Lo aplicamos en situaciones en las que realmente no hay peligro.

Cada vez que la mujer a la que hacemos mención sale “corriendo” del ascensor suceden dos fenómenos que le condenan a seguir sufriendo su miedo. En primer lugar, toda la secuencia, los pasos entre los diferentes acontecimientos psicológicos que componen su problema se instalan y se automatizan más. La próxima vez que se suba a un ascensor, con más facilidad pensará que se va a ahogar ahí dentro, más rápidamente notará la reacción fisiológica (síntomas) y menos tardará en salir corriendo. El comportamiento humano funciona por repetición. Somos expertos en crear automatismos y regularidades comportamentales. Cuanto más repetimos una determinada conducta, menos esfuerzo necesitamos para ejecutarla y el grado de consciencia exigido también es menor.

En segundo lugar, escapar distorsiona la realidad. El potente alivio que provoca, alimenta el espejismo de que estamos salvándonos de algo grave ¿cómo va a ser malo aquello que es tan eficaz en eliminar nuestro malestar? Esta conducta nos impide comprobar que la amenaza, que el peligro inminente que percibimos no existe.

Aunque con mayor complejidad y sofisticación, lo que sucede con las preocupaciones en la ansiedad generalizada es lo mismo. Los procesos psicológicos subyacentes responsables de que la gente siga preocupándose en exceso son idénticos. La sobreutilización involuntaria de la natural respuesta de la ansiedad. Nuestro cerebro no diferencia entre una amenaza de peligro real de una situación inocua que hemos aprendido a percibir como peligrosa. En otras palabras, estamos hablando de buenas respuestas aplicadas en situaciones inadecuadas.

Lucas llega a casa muy nervioso, justo antes de salir del trabajo ha tenido una conversación intensa con su jefe, no se han puesto de acuerdo en cómo solucionar un problema. Lucas no deja de pensar que su jefe, podría tomar represalias e incluso despedirle. En su cabeza hay mil ideas. Hay una línea de pensamiento que intenta contrarrestar estas ideas extremas. Se recuerda a si mismo que en situaciones similares a estas el desenlace nunca ha sido malo. Por otra parte, busca planes alternativos por si el despido se materializara: donde buscaría, como reajustaría su economía… Después de casi 3 horas de soportar esta tortura, inventa una excusa creíble y llama a su jefe por teléfono. Al comprobar que su jefe está de buen humor y que lo trata con normalidad e incluso le trata con afecto, la preocupación desaparece.

Lucas es víctima de la trampa de la ansiedad. Tan pronto como sus temores aparecen, su cuerpo se llena de ansiedad y utiliza estrategias que ha aprendido para combatirla, pero paga un precio muy alto. Cada vez que se “pone a salvo” hablando con su jefe, todos los acontecimientos psicológicos que conforman su ansiedad generalizada se fortalecen más y más. Es como darle una vuelta más a la tuerca. El proceso se hace más automático y más familiar.

Por otra parte y esto es quizá lo más paradójico, escapar de su malestar de la manera que lo hace, no le permite habituarse a las situaciones que prenden su ansiedad, ni comprobar que la desgracia temida es prácticamente imposible que suceda. Es como meter el pie en agua fría, al principio las sensaciones son desagradables, pero si no escapamos sacando el pie, en muy poco tiempo nos habituamos y el malestar desaparece. Nuestro cerebro es experto en habituarse, estamos diseñados para la adaptación.

Si nos enfrentamos a una situación que nos produce ansiedad sin huir ni escapar, inevitablemente terminamos por habituarnos a ella y la ansiedad se extingue. Si Lucas, cada vez que cree que va a ser despedido por su jefe, fuera capaz de no hacer nada de lo que habitualmente hace: rumiar, planificar y acabar llamando a su superior, se daría cuenta de que todos esos procesos son innecesarios porque la situación, de manera natural le proporcionaría la información necesaria para cambiar su creencia catastrófica.

Así es como funciona, se mantiene y perdura en el tiempo las preocupaciones excesivas. Todas las estrategias que las personas discurren para evitar o aliviar su ansiedad, acaban siendo contraproducentes y son directamente las responsables del sufrimiento. Cada vez que una persona sufre de preocupaciones desproporcionadas las neutraliza con pensamientos positivos, se distrae, evita, comprueba o reasegura, cae en la trampa de la ansiedad, tiene una sensación de aparente control, pero en realidad el problema se agrava.

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