Hoy os vamos a hablar sobre uno de los experimentos más famosos de la historia de la Psicología social, el llamado “Experimento de Milgram”. En realidad son diferentes experimentos publicados en los años 60, bajo el título “Los peligros de la obediencia”. De estos experimentos se obtuvieron resultados sorprendentes.

Este trabajo comenzó poco después del juicio contra Adolf Eichman por crímenes contra la humanidad (Eichman era el encargado del programa nazi de deportación de los judíos hasta los campos de exterminio). Stanley Milgram, psicólogo en la universidad de Yale, diseñó el experimento preguntándose si, tanto Eichman como tantos otros en la Alemania nazi, no eran tanto unos malvados psicópatas, sino que en realidad se trataba de un perfil normal que “sólo estaban siguiendo órdenes”. El fin del experimento era estudiar hasta qué punto la gente estaba dispuesta a seguir órdenes de una figura de autoridad, aún cuando estas órdenes estuvieran en conflicto con sus propios valores.

Ideó un sencillo estudio: en cada sesión participaban dos personas, una hacia el rol de “profesor” y la otra el de “alumno”. El director del experimento les explicaba a ambos que iban a estudiar los efectos del castigo en el aprendizaje. Después, llevaban al “alumno” a una habitación donde lo sentaban en una especie de pequeña silla eléctrica; le ataban los brazos con correas y le ponían un electrodo en la muñeca. ¿Qué tenía que hacer? Le leían unas listas de pares de palabras, que luego tendría que recordar. Por cada error que cometiera, el “profesor” le administraría una descarga eléctrica de intensidad creciente.

Pero el experimento tenía algunos trucos:

• Se creó un “generador de descarga” eléctrica con 30 interruptores que oscilaban entre los 15 y 450 voltios. Se pusieron etiquetas que indicaban el nivel de descarga, tales como “Moderado” (de 75 a 120 voltios) y “Fuerte” (de 135 a 180 voltios). Los interruptores de 375 a 420 voltios fueron marcados “Peligro: Descarga Grave” y los dos niveles más altos de 435 a 450 fueron marcados “XXX”. Pero este “generador de descarga” era en realidad de mentira y sólo producía sonido cuando se pulsaban los interruptores.

• Lo que los participantes seleccionados por Milgram no sabían es que los “alumnos” eran simples actores.

• A los “profesores” se les explicó que debían pulsar un botón que provocaría una descarga eléctrica en los “alumnos”, cada vez que estos fallaran a una pregunta. La descarga iría desde muy suave a cada vez más dolorosa, dependiendo de la cantidad de fallos que los aprendices obtenían.

• Los “alumnos”, actores contratados, fingían que sufrían cada vez más dolor conforme la descarga era mayor.

• Los “profesores” estarían acompañados por un experimentador que les daría instrucciones, siendo estos actores también. Cuando la descarga era demasiado dolorosa, “los profesores” podían negarse a llevarla a cabo. En ese momento, el experimentador acompañante debía alentarles a hacerlo a través de afirmaciones como “el experimento requiere que continúes” o “no tienes otra opción que continuar”.

• Por tanto, el experimento no iba sobre el alumno y los efectos del castigo en el aprendizaje. Este experimento se centraba en el “profesor”, y en averiguar cuanto dolor podía infringir una persona normal a otra, simplemente porque otra le ordenara hacerlo.

Antes del experimento de Stanley Milgram, los expertos pensaban que aproximadamente entre el 1% y el 3% de los sujetos no dejaría de realizar las descargas. Creían que tendría que ser morboso o psicópata para hacerlo. Pero ¿qué dicen finalmente los resultados?

Aunque algunos de los participantes trataban de negarse en ciertos momentos al escuchar las quejas y gritos ficticios de los “aprendices”. Los resultados arrojaron unos datos sorprendentes: un 65% de los participantes obedecieron al experimentador y llegaron a propinar la mayor descarga. Todos ellos en general llegaron a infligir descargas de hasta 300 voltios. Las conclusiones eran claras: cualquier persona normal sin un instinto homicida previo era proclive a hacer daño a otro cuando se trataba de seguir las órdenes de un superior. Esto era más probable cuando la figura de autoridad se constituía como legal o moralmente legítima y cuando no existía un contacto físico directo con la víctima.

Llevando el experimento de Milgram a una perspectiva mucho más actual es que estamos demasiado acostumbrados a recibir órdenes. Primero de nuestros padres en casa. Luego de los maestros en la escuela. Más tarde de los jefes en el trabajo. Y finalmente de los políticos en la sociedad. Parece que siempre son otros quienes señalan la dirección que han de tomar nuestras decisiones y acciones. Tanto es así, que en general no utilizamos nuestra iniciativa hasta que alguien desde afuera nos dice que podemos hacerlo.

Un acto que puede ayudarnos a tomar las riendas de nuestra vida emocional es que tomemos distancia de las expectativas que nuestro entorno social tiene puestas sobre nosotros. Que aprendamos a hacernos cargo de nosotros mismos. Comprender que en realidad no necesitamos de ninguna figura de autoridad, pues en última instancia cada ser humano es el principal autor de su propia vida.

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