Si la locura y la cordura existen ¿Cómo podemos distinguirlas? A pesar de que todos creemos poder discernir con claridad la locura de la cordura, las pruebas no son concluyentes. La pregunta no es ni caprichosa ni una locura en sí misma. Existen profesionales e instituciones que dedican sus esfuerzos a trazar esas líneas que separan la locura de la cordura, o también dicho la psicopatología de la conducta “normal” del ser humano. Pero ¿cómo de bien funcionan estos etiquetajes? ¿Cómo de capaces son los profesionales y las instituciones de diferenciar a las personas sanas de las que necesitan ayuda? Para responder a estas preguntas os vamos a contar el experimento de Rosenhal.
El experimento de Rosenhal
En 1934, Benedict sugirió que los términos normalidad y anormalidad no son universales. Lo que es considerado normal en una cultura puede ser visto como aberrante en otra. Y, lo que es más, las nociones de normalidad y anormalidad pueden no ser tan precisas como la gente tiende a pensar. Preguntarse sobre los términos normalidad y anormalidad no cuestiona en modo alguno el hecho de que, en efecto, existan conductas desviadas y extrañas.
Entre 1968 y 1972 se llevó a cabo un experimento que sacaría los colores a la psiquiatría estadounidense, un experimento que todavía la comunidad debate si se trata de una profunda bofetada a la metodología de la psiquiatría que sigue doliendo 50 años después. Hablamos del experimento psiquiátrico de Rosenhan.
La mente detrás de este experimento fue la del psicólogo que le da nombre: David Rosenhan, al que le preocupaba sobretodo una cuestión: ¿Hasta qué grado las personas sanas pueden distinguirse de las que tienen una psicopatología en los entornos supuestamente preparados para ellos? ¿Una persona sana destacaría dentro de un hospital psiquiátrico?
Para tratar de alojar luz a esta pregunta Rosenhal ideo un plan. Reclutó a 8 personas y las propuso colarse en diferentes centros psiquiátricos del país, pero no como simples espontáneos sino como pacientes de pleno derecho, para ello tenían que presentarse en la recepción del centro psiquiátrico y decir que llevaban 3 semanas oyendo voces no familiares que hablaban sobre vacío y angustia vital. Nada de sus historias vitales debía ser modificado, solo el nombre y la presencia de los síntomas, el resto de las cosas que tendrían que contar cuando se entrevistaran con los psiquiatras tendrían que ser verdad: vida familiar, amistades, infancia…
Los ocho pacientes constituían un grupo variado. Uno era un estudiante de psicología graduado. Los siete restantes eran mayores y estaban ya situados. Entre ellos había tres psicólogos, un pediatra, un psiquiatra, un pintor y un ama de casa. Tres de los pseudopacientes eran mujeres y cinco eran varones.
Primer resultado del experimento
El total de los 8 pacientes fue admitido en un hospital psiquiátrico, 7 de ellos con el diagnostico de esquizofrenia y otro de ellos con el de trastorno maniaco depresivo. Todo ello aludiendo solo a ese único síntoma: llevar tres semanas escuchando voces.
Inmediatamente después de ser admitido en el ala psiquiátrica del hospital, los pseudopacientes dejaban de simular cualquier síntoma de anormalidad. En algunos casos, transcurría un breve periodo de suave nerviosismo y ansiedad, debido a que ninguno de los pacientes creía que iba a ser admitido tan fácilmente. Es más, el miedo compartido por todos era que el fraude fuera descubierto inmediatamente, creándose una situación muy embarazosa para ellos. Además, muchos de ellos nunca habían visitado un ala psiquiátrica; incluso aquellos que sí lo habían visitado, tenían, sin embargo, temores sobre lo que podría ocurrirles. Su nerviosismo, por tanto, era bastante apropiado a la novedad de las condiciones del hospital, y disminuyó rápidamente. ¿Los profesionales del psiquiátrico conseguirían darse cuenta de que esas personas estaban sanas y de que no tenían motivos para estar ahí?
Aparte de este corto nerviosismo, los pseudopacientes se comportaban en el hospital de la forma en que normalmente se comportaría en su vida habitual. El pseudopaciente hablaba con los pacientes y con el personal como lo hacían ordinariamente en su vida normal. El objetivo era que les dieran el alta, solo podían volver a casa si en el propio hospital se daban cuenta de que habían sanado. Cuando el personal les preguntaba cómo se sentían, ellos contestaban que estaba bien, que no había sufrido más síntomas. Respondían a las llamadas de los cuidadores, a las llamadas para la toma de medicación (que no se tragaban), y a las instrucciones del comedor. Además de estas actividades, empleaban su tiempo en escribir sus observaciones acerca del ala psiquiátrica, sus pacientes y el personal. Tenían que cooperar con los enfermeros e incluso fingir que se tomaban la medicación que les recetaron, que fueron antipsicóticos.
Segundo resultado del experimento
¿Qué ocurrió? Que ninguno de los profesionales en contacto con los pseudopacientes dio muestra alguna de sospechar que los infiltrados de Rosenhal eran una farsa, en ninguno de los 8 se sembró jamás una sombra de duda, lo curioso es que por el contrario otros pacientes si llegaron a sospechar que eran unos impostores infiltrados.
No quedó indicio alguno en la documentación de los hospitales acerca de alguna sospecha sobre el status mental de los pseudopacientes. Más bien, lo que se demuestra es que, una vez etiquetado como esquizofrénico, el pseudopaciente quedaba “pegado” a esa etiqueta. Si el paciente iba a ser dado de alta, naturalmente debía estar en “remisión”; pero, desde el punto de vista de la institución, no estaba cuerdo ni lo había estado nunca.
Tercera parte del experimento
El experimento no quedó ahí, se organizó un subsiguiente experimento en un hospital de investigación y formación cuyo personal había oído hablar de estos hallazgos de Rosenhal pero que dudaba que tal error pudiera ocurrir en su hospital. El personal fue informado de que, en algún momento, a lo largo de los tres meses siguientes, uno o más pseudopacientes intentarían ser admitidos en el hospital psiquiátrico.
Se evaluaron 193 pacientes que fueron admitidos para recibir tratamiento psiquiátrico. A todo el personal que hubiera mantenido contacto o que hubiera tenido una responsabilidad directa con los pacientes –cuidadores, enfermeras, psiquiatras, médicos y psicólogos– se le pidió una valoración. Fueron valorados 41 pacientes como pseudopacientes por al menos un miembro del personal; 23 fueron considerados sospechosos por al menos un psiquiatra y 19 fueron considerados como sospechosos por un psiquiatra y por otro miembro del personal. Pero la verdad es que ningún pseudopaciente real se presentó durante este período.
Conclusiones
Ronsehal concluyó que el fracaso para detectar la cordura a lo largo de la hospitalización puede ser debido a que los médicos actúan con un fuerte sesgo hacia lo que estadísticamente denominamos un error de tipo 2. Es decir, que los médicos están más inclinados a aceptar como enfermo a una persona sana, que a aceptar como sano a una persona enferma. La razón para ello no es difícil de encontrar: es claramente más peligroso equivocar el diagnóstico en la enfermedad que en la salud. Mejor pecar de cauteloso, sospechar enfermedad incluso entre la salud. Pero lo que pudiera ser válido para la medicina, no es igualmente válido para la psiquiatría. Las enfermedades médicas, aunque son una desgracia, no son normalmente peyorativas. Los diagnósticos psiquiátricos, por el contrario, llevan aparejados estigmas personales y sociales.
La triste realidad que Ronsehal pudo comprobar, es que una vez que uno ha sido etiquetado como esquizofrénico, no hay nada que el pseudopaciente pueda hacer para superar esa etiqueta. La etiqueta determina profundamente la percepción que el resto tiene de él y de su comportamiento y tristemente esto va más allá que un simple experimento y denota una realidad social.
Ha existido y existe una fuerte creencia de que los pacientes presentan síntomas, que esos síntomas pueden ser categorizados y que, implícitamente, esta era la solución para discernir entre cordura y locura. En cambio, cada vez más, esta creencia es cuestionada, ganando terreno la visión de que la categorización psicológica de la enfermedad mental, en el mejor de los casos resulta inútil, y en el peor de los casos dolorosa, engañosa y peyorativa. Los diagnósticos psiquiátricos, desde esta perspectiva, se encuentran en la mente del observador y no reflejan de manera válida las características mostradas por el observado.
La necesidad de diagnosticar y de remediar los problemas emocionales y de conducta es enorme. Pero más que reconocer que todavía estamos embarcados en su comprensión, continuamos etiquetando a los pacientes como “esquizofrénicos”, “maníaco-depresivos” y “locos”, como si en esas palabras hubiéramos capturado la esencia del conocimiento.
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