Una emoción es un estado afectivo, una reacción subjetiva al ambiente, que va acompañados de cambios a nivel fisiológico, cognitivo y conductual, que son influidos por la experiencia. Todas las emociones tienen una función adaptativa para poder interactuar con el medio y dar respuesta a este. Cada uno de nosotros percibe de forma diferente las emociones, debido a nuestras experiencias, nuestra personalidad, los aprendizajes que hayamos adquirido con el paso del tiempo y a situaciones concretas vividas.

Las emociones básicas son como los colores primarios del arcoiris que al mezclarse genera una gama muy amplia de variados colores y matices dando lugar a emociones más complejas. Alegría, tristeza, ira (enfado), miedo, asco y sorpresa, son emociones básicas, en este post centraremos nuestra atención en la ira.

“Nuestras emociones pueden ser nuestra mayor fortaleza o nuestra peor debilidad. Todo depende de cómo las manejamos” – Daniel Goleman

¿Por qué nos enfadamos?

Todas las emociones producen cambios a distintos niveles, la ira no iba a ser menos, de hecho, la primera respuesta es un cambio a nivel cognitivo el cual desencadena una respuesta fisiológica y por último una conductual.

En general el hecho de sentir ira ante un determinado suceso depende de nuestra interpretación, del significado que le demos. Si no interpretáramos el significado de los acontecimientos antes de reaccionar, nuestras respuestas emocionales y nuestra conducta serían espontáneas, sin relación alguna con las circunstancias del momento.

Las personas hostiles ven al adversario como alguien injusto y malvado y a ellas mismas como justos y buenos. Somos sensibles frente a cualquier acción que pueda suponernos humillación, imposición o interferencia. Controlamos la conducta de los demás para poder activar nuestras defensas contra cualquier acción o declaración aparentemente nociva. Tendemos a adjudicar significados personales adversos a acciones inocuas y a exagerar la importancia que realmente tiene para nosotros. Es decir, como resultado tendemos a sentirnos heridos y enfadados con los demás.

Tendemos a interpretar de forma exagerada las situaciones basándonos en nuestro propio marco de referencia. Cuando estamos bajo presión o nos sentimos amenazados, nuestro pensamiento centrado en nosotros se acentúa. Nos vemos como los actores principales de una obra de teatro, donde nuestro personaje es bueno e inocente y el resto que nos rodea son villanos y malvados (sesgo egocéntrico). Además, creemos que los demás interpretan la situación al igual que nosotros (cosa que no es así, cada uno interpreta de diferente manera).

Esta visión centrada en nuestra persona nos obliga a centrar nuestra atención en controlar la conducta, así como las supuestas intenciones de los otros. Imponemos unas reglas, como, por ejemplo: “No debería hacer nada que pudiera molestarme”, “No debería de llegar tarde” … Y puesto que estas reglas (que son nuestras y el otro no tiene por qué saberlas) las aplicamos de forma rígida, nos encolerizamos cuando percibimos que han violado nuestras reglas y, como nos identificamos con las mismas, nos sentimos violados nosotros también. Estas reglas las hemos creado basándonos en la igualdad, la libertad la justicia y el rechazo. En estas reglas, lógicamente hay implícita una cuestión crucial: ¿Me respeta la gente?, ¿Se preocupan por mí?, si alguien rompe la regla significa que no me respeta o que no se preocupa por mí.

Es muy importante entender que interpretamos, acertada o equivocadamente, las señales de los demás de acuerdo con nuestros valores, reglas y creencias. Antes de la respuesta de ira, hay una percepción de haber sido de algún modo humillado y herido.

Que sintamos o no sintamos ira depende del contexto en el que se ha producido la supuesta agresión y de la explicación que demos a la misma. Dependerá de si juzgamos que hemos sido acosados o tratados mal de la forma que sea: es probable que nos enfademos si creemos que el otro ha actuado injustamente. Si atribuimos una motivación benévola a la acción, entonces seguro que no nos enfadaremos.

El elemento crucial es la explicación (interpretación) que damos a la acción de la otra persona y si dicha explicación hace que su comportamiento sea aceptable para nosotros. Si no es así, nos enfadamos y deseamos castigar al que nos ha ofendido. En la mayoría de los casos creemos que la conducta que nos ofende es intencionada y no accidental, o maliciosa en vez de inocente. Muchas de nuestras interpretaciones están basadas en la recopilación de informaciones breves (recogidas de experiencias anteriores), y como unimos pequeños retazos de esa información a menudos sacados de su contexto, nuestras conclusiones quedan sujetas a error.

Otra clave para la respuesta hostil es la intromisión de los imperativos <<debería>> y <<no debería>>, los cuales cargan la responsabilidad del problema a la otra persona. Por ejemplo, un amigo que ha quedado con otro y este llega tarde, pensamiento – “no debería de haber llegado tarde” seguido de un “debería de ser más responsable, esto es una falta de respeto” (siente que le ha faltado al respeto intencionadamente) el resultado es que se enfadará y le recriminará. No solemos ser conscientes de nuestros “deberías o no deberías” hasta que alguien rompe alguna de nuestras reglas. Se evocan automáticamente a modo de respuestas y para reforzar la inviolabilidad de la regla.

Todos depositamos ciertas expectativas en los demás: “deberían de ser solidarios, razonables, justos…”. Frecuentemente elevamos estas expectativas al nivel de reglas, normas y exigencias. Cuando una persona rompe una regla, nos enfadamos y tratamos de castigarla. Detrás de esto se esconde la sensación de que la violación de nuestro código nos hace más vulnerables, menos eficaces. Para poder recuperar nuestra sensación de poder e influencia, castigamos al infractor.

Tenemos la tendencia de buscar explicaciones para el mal comportamiento de los demás a pesar, incluso, de que tal comportamiento se pueda malinterpretar con facilidad.

Ejemplo:

  • Un marido llega tarde para la cena – Significado que puede deducir su mujer “Prefiere estar en la oficina que estar en casa conmigo”.
  • Un estudiante recibe un examen una nota más baja – Significado que puede deducir “No soy del agrado del profesor
  • Un amigo se olvida de mantener una promesa – Significado que puede deducir “No le importo nada, no me respeta”.

Estos ejemplos son algunos modos de poder interpretar un suceso determinado.

Aunque generalmente hay múltiples causas para un hecho concreto, nuestro pensamiento primario nos impulsa a centrarnos en “causa única” y a excluir las otras posibilidades, la persona ofendida saca conclusiones precipitadas sobre la causa del comportamiento del otro y en consecuencia, ignora otras explicaciones posibles o las tacha de excusas, lo que nos lleva a que el enfado nos invada.

No todo es tan negativo

La ira como cualquier emoción tiene también su función adaptativa. Esta nos energiza, nos provee de fuerza para acometer tareas que nos resultan difíciles, es la precursora de la autodefensa. Nos ayuda a defender nuestros derechos y puntos de vista ante los demás. Nos ayuda a resolver conflictos, expresar la ira de forma adecuada hace que nuestros sentimientos negativos se desvanezcan. Nos proporciona información sobre situaciones y personas, la ira como señal de alarma nos informa de situaciones injustas, amenazantes y frustrantes, y por tanto nos ayuda a buscar planes alternativos de acción para gestionar estas situaciones.

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