Hasta ahora hemos visitado cuatro emociones básicas cuya vivencia es común en los seres humanos de prácticamente todas las culturas del mundo. Alegría, tristeza, enfado y miedo se caracterizan por ser emociones que evolutivamente cumplen la función adaptativa de mantener la supervivencia dependiendo de lo que se requiera en esos momentos. Aunque hoy en día nuestra supervivencia está generalmente garantizada, y las emociones nos informen de peligros que pueden no ser reales o evidentes, no debemos perder de vista que su función adaptativa nos inclinará de forma natural a llevar a cabo un catálogo propio de conductas; así que podríamos decir que detrás de cada emoción básica existe una función motivacional. Nuestra tarea será revisar si estas conductas nos están ayudando o no en nuestra situación actual. Sin embargo, en nuestro viaje por las emociones no sólo hablaremos de emociones básicas, sino también de emociones secundarias o complejas como es el caso de la que nos ocupa hoy: la vergüenza.
Quinta parada: la vergüenza
Esta emoción pertenece a la familia de las emociones sociales o morales, según la clasificación y autor al que recurramos. Sin duda, la dimensión social del ser humano ha cumplido y cumple un papel importante en la supervivencia de nuestra especie. Debido a nuestras limitaciones individuales, evolutivamente formamos comunidades gracias a las que abastecernos y protegernos, incorporando normas de conducta, lenguaje, cultura, etc. Es más, a día de hoy sabemos que nuestra personalidad se configura e integra a través de las enseñanzas y convivencia con los otros; incluso, a medida que maduramos, podremos alcanzar nuestra autonomía, autorrealización y autorregulación a través de lo que aprendamos e incorporemos viviendo y relacionándonos en sociedad.
Vivir en comunidad nos es de ayuda en muchas esferas, pero también implica dificultades como experimentar ciertas emociones sociales que podemos valorar como dolorosas. Es el caso de la vergüenza, una emoción que nos conecta directamente con sentimientos de fracaso personal o con la creencia de ser deficitarios ante las circunstancias.
Pero ¿cómo es posible que lleguemos a sentirnos íntimamente así a causa de la socialización? Nuestros primeros meses de vida hemos crecido bajo el completo control y amparo de nuestras figuras de referencia, ellas eran las que nos protegían y sustentaban cuando éramos totalmente dependientes; sin embargo cuando empezamos a ser más autónomos a escasos años de nacer, deseamos valernos por nosotros mismos para explorar y descubrir el mundo que nos rodea, es en esta época cuando comienza una pugna de poderes entre nuestra curiosidad desmedida y las normas educacionales que nos enseñan nuestros adultos con el fin de protegernos. Es aquí cuando comienza la retahíla de mensajes de lo que está bien o está mal, de lo que es deseable o censurable socialmente… y, lo que es más crucial en el nacimiento del sentimiento de vergüenza: aprendemos indirectamente a sentirnos queridos cuando cumplimos, o rechazados cuando incumplimos, con esas “normas”. Mensajes que poco a poco vamos interiorizando y que configuran nuestra propia idea de lo que uno debería ser como persona para ser aceptado socialmente.
¿Cuáles son los parajes más emblemáticos de la vergüenza?
Como vemos la vergüenza se encuentra en el centro de una curiosa paradoja: se trata de un sentimiento que nace en la máxima privacidad e intimidad de la persona, pero que al mismo tiempo tiene un componente relacional-social fundamental. En este sentido, la vergüenza es una emoción que pone en contacto directo una experiencia intrapsíquica con una experiencia intrapersonal.
Ya sabemos que no nacemos con ella, sino que la desarrollamos a través del proceso de socialización. Ahora, la siguiente curiosidad que la caracteriza y la llena de complejidad es que, en la práctica, a pesar de que sea una vivencia común en todos nosotros/as, la vergüenza no suele ser una de las emociones más compartidas socialmente con los demás (al menos explícitamente).
Sentir vergüenza es un camino que solemos transitar íntimamente como algo que sucede preferentemente a uno con uno mismo, y por ello es complicado encontrar palabras para nombrarla. Timidez, rubor, bochorno, retraimiento, embarazo, humillación (experiencia de vergüenza causada deliberadamente por el otro) o inferioridad son algunos ejemplos que pretenden describir esta emoción volátil, a veces impredecible y difícil de captar. De hecho, si nos fijamos, “rubor” más que intentar describir la emoción en sí, hace referencia a un cambio físicamente perceptible que a veces forma parte de la expresión no verbal de la vergüenza, como también pueden ser el encogimiento corporal, risa nerviosa, desvío de la mirada o apartar nuestro gesto para no ser vistos directamente por nuestro interlocutor.
• La vergüenza nos habla de juzgar la propia identidad
La vergüenza es un sistema emocional complejo que regula el vínculo social, es la señal que nos indica que algo en nosotros puede hacernos desestabilizar dentro de un orden social. Esto que es tan fácil de leer, nos es confuso de entender; de hecho, cuando recordamos las veces que hemos sentido vergüenza, podemos llegar a pensar que temíamos “el qué dirán los demás”. Lejos de todo eso, en realidad cuando sentimos vergüenza lo que sucede no tiene que ver tanto con el juicio de los otros o con el de nuestro círculo social, sino que tiene que ver con la mirada (asimilada a través de mensajes procedentes del exterior) con la que hemos aprendido a valorarnos a nosotros mismos.
Con el sentimiento de vergüenza conectamos con lo que uno es ante sí mismo y ante los otros. Interna y automáticamente guiados por los aprendizajes sedimentados a lo largo del tiempo, nos enfrentamos de golpe al escrutinio de nuestra identidad en su totalidad y del estatus que ocupa uno/a mismo/a: tenemos la sensación de quedar en evidencia como inadecuados o insuficientes, ser erróneos o decepcionantes para nosotros y los demás. Concienciados de que en esos momentos somos diferentes, realizamos rápidas comparativas en las que terminamos sintiéndonos inferiores y nos cuestionamos si somos indignos de ser queridos y aceptados, valorando un inminente rechazo.
Cierto es que, a veces, tomando nuestras propias iniciativas, podemos encontrarnos con juicios por parte de los otros (y esto es lo que más miedo da, porque sentimos que los otros son testigos de nuestra poca valía y lo pueden llegar a corroborar). Pero serán las inseguridades que caractericen el concepto que tengamos de nosotros mismos y nuestra identidad, lo que creará una brecha para que sus palabras penetren en nuestra intimidad y terminemos nosotros solitos cuestionando y juzgando severamente lo que somos o dejamos de ser.
• Nos marca un combate
Cuestionar lo que somos a raíz de ciertos comportamientos y si resultamos adecuados o indignos en nuestra totalidad, tiene que ver con un combate que se está librando dentro de nosotros y del que no somos conscientes la mayoría de las veces: a un lado del ring tenemos a “lo que soy”, al otro a “lo que debería ser”.
“Lo que soy” es lo que en psicología denominamos como Yo-real, un término que describe cómo pensamos, nos sentimos, cómo nos vemos y actuamos, y también es lo que observan los demás de nosotros mismos (aunque esa forma de vernos no esté a nuestro alcance sino al suyo). Así, cuando aflora la vergüenza el competidor a este lado del ring será la imagen que percibimos de nosotros/as mismos/as.
“Lo que debería ser” es lo que se denomina como Yo-ideal, una imagen idealizada de cómo nos gustaría ser en términos absolutos y rígidos. El contenido de “lo que deberíamos ser” se basa en los aprendizajes tempranos que anteriormente hemos comentado, el cual se va fijando en el tiempo a base de comparativas. Terminamos admirando cualidades que vemos en los demás, características que promueve nuestra sociedad, lo que pensamos que es lo mejor para nosotros… et voilà! Ya tenemos la imagen de lo que deberíamos aspirar a ser.
Cuanto más distintos o disonantes sean estos dos contrincantes, más encarnizada será la pelea, es decir, más avergonzados nos sentiremos en momentos en los que nos cuestionemos.
Sentimos vergüenza porque existe una conciencia de fallo en la satisfacción de ideales. Por ejemplo, si el ideal de mí tiene que ver con tener que “ser una persona extrovertida” (como un factor que considero deseable socialmente) y cuando me presentan a alguien por primera vez me observo poco habladora, puedo llegar a sentirme tremendamente avergonzada cada vez que esté en una situación en la que conozco a alguien nuevo; o por ejemplo, si creo que las personas van tranquilamente por la calle (la tranquilidad es un estado que doy por hecho e idealizado en todos ellos) puedo sentirme inadecuado o erróneo si me percibo nervioso o con ansiedad caminando.
La vergüenza que supone juzgarnos diferentes e insuficientes suele generar mucha ansiedad, porque podemos llegar a sentir que estamos atrapados, paralizados; conviviendo constantemente con una persona que “es” y que no deseamos ser, y, a su vez, por mucho que nos esforzamos en acercarnos a lo que “nos gustaría ser” no terminamos nunca de conseguirlo.
• Mecanismos de contención ante la vergüenza
La vergüenza es un sentimiento difícil de digerir porque, para atravesarlo sin que se convierta en foco de sufrimiento personal, debemos constatar con nosotros mismos cómo somos (tanto lo que nos resulta agradable como lo que no); un proceso en el que nos quitamos la máscara íntimamente y aprendemos a observarnos honestamente con el menor juicio posible. Pero mientras se libra ese combate en nuestro interior del que hablábamos antes, apostar por “lo que soy” se nos hace tan complicado y doloroso a veces, que las personas solemos optar (casi inconscientemente) por lo habitual: valorar que el claro ganador será “lo que debería ser”. Y es así como caemos de nuevo en la trampa de la falta de honestidad con uno mismo.
El psicólogo humanista Carl Rogers teorizó que usamos la negación y la distorsión como tácticas para evitar la ansiedad y la angustia que experimentamos cuando nuestro Yo-real e ideal no están lo suficientemente alineados. Con negación nos referimos a no reconocernos, en un esfuerzo por evitar la ansiedad; mientras que la distorsión consiste en cambiar los hechos relacionados con el conflicto del que emerge la vergüenza, para que haya menos o ninguna ansiedad. De nuevo, tengamos en cuenta que cuanto más se utilizan estas defensas, mayor es la discrepancia entre el Yo-ideal y el Yo-real, y como resultado sentiremos una vergüenza mucho más abrumadora, así como correremos el riesgo de desconocer completamente nuestra identidad.
Ya sea por falta de conciencia al respecto o por miedo a entrar a explorar un terreno de mí mismo/a que desconozco, cuando abordamos el sentimiento de vergüenza concentrándonos en “lo que deberíamos ser” nos encontramos con diferentes métodos de contención de la misma derivados de la negación y la distorsión:
a) Retirada. Tratamos de evitar exponer a los que nos rodean nuestros propios sentimientos y pensamientos, confinándolos a una esfera íntima y privada, aislándonos socialmente en definitiva.
b) Evitación-desconocimiento. Esto sucede cuando dejamos de lado o ignoramos toda aquella información que pueda disminuir la propia imagen de nosotros mismos. Esto también se puede dar cuando nos describimos como personas pudorosas, modestas o humildes, conceptos de uno mismo en los que no cabe observarnos a veces como “sin vergüenzas” o personas que aprovechan ciertas circunstancias a su favor.
c) Ataque autodirigido. Consiste en criticarnos implacablemente a nosotros mismos delante de otros para protegernos de la vergüenza que se experimente con la crítica ajena. Es mostrarnos de acuerdo con los demás, incluso juzgarnos más duramente de lo que lo hacen ellos, con el objetivo de que, en vez de vivir la emoción como algo impuesto del exterior, podamos sentir que tenemos cierto control sobre ella.
d) Reaccionar atacando. Ante situaciones en las que sentimos que nuestra valía puede ponerse en entre dicho, podemos adelantarnos a la vergüenza de no estar a la altura criticando a otros para intentar traspasarles los sentimientos de falta de valía y quedarnos liberados. Así que, no nos confundamos, a veces detrás de comportamientos de venganza, envidia, resentimiento y otras formas de rabia, se puede ver que la vergüenza opera de forma latente.
• Conocer sus fronteras limítrofes
Ya hemos visto que la vergüenza puede hacernos experimentar ansiedad, angustia, incluso derivar en estados de ira o evitación social. Pero un terreno limítrofe que socialmente está muy poco reconocido y entendido es la frontera entre sentir vergüenza y sentir culpa. De esta nueva compañera tan habitual, la culpa, hablaremos en una de nuestras siguientes paradas de este viaje por las emociones. Así que la dejamos aparcada por ahora, deseando que nos acompañéis cuando llegue el momento.
Recursos para sanar el combate ideal vs. real
Perseguir ser como deberíamos ser tiene como consecuencia que nuestra atención suele estar enfocada en percibir lo que nos diferencia, seleccionando aspectos en los que nos compararemos para salir perdiendo siempre. Y, a su vez, constantemente nos veremos esforzándonos por intentar controlar que eso no sea así o no se note. El resultado: habituales sentimientos de inferioridad que, por más que uno intente paliar, emergen de nuevo más adelante.
Así que la primera regla de oro es entender que realizar comparativas no nos ayuda nada en absoluto; más que nada porque tendemos sólo a compararnos en lo que sentimos que quedaremos en una posición inferior y no en otros aspectos. Así que, si queremos empezar a re-conocernos con nuestros más y nuestros menos, debemos comprender que jugamos en nuestra propia liga (en el fondo, como lo hacemos cada uno de nosotros), porque eso es lo que caracteriza la variedad y la riqueza existentes en la realidad, es decir, que no seamos todos clones como en la interesante novela Un mundo feliz.
Por otro lado, lo que nos ayudará en ese camino en el que intentaremos observar nuestra identidad real, será fijarnos en “cómo nos comportamos” más que en lo que terminamos juzgando como “lo que somos”; porque, por ejemplo, si alguna vez no hemos conseguido nuestros objetivos, ¿somos un fracaso?, ¿dónde quedan todas aquellas veces que sí lo hemos logrado? Las reacciones que tengamos en un momento determinado no nos definen en todo nuestro ser, simplemente son formas puntuales de comportarnos que perseguían un fin específico y cuyos resultados no siempre dependen completamente de nuestra actuación. Fijarme en cómo me comporto más que en lo que soy, contribuye a entender lo que nos sucede de una forma más temporal, específica y que nos encasilla mucho menos.
Con esta práctica, cuando los juicios implacables de la vergüenza estén constantemente rondándonos en nuestros pensamientos, el atender a cómo nos comportamos más que estar pendientes de lo que somos, nos posibilitará el ir aprendiendo a ser un poco más compasivos con nosotros/a. Y esto, a su vez, nos puede animar a experimentar con nuestra vergüenza. Acotaremos y relativizaremos mucho más, y nos resultará un poco más fácil exponernos a situaciones con las que nos solemos sentir avergonzados. Al restar momentos de evitación, comprobando realmente lo que sucede y cómo nos sentimos a lo largo del tiempo, podremos llegar a considerar que, lo que uno/a es, tampoco es algo tan permanente y de lo que no podemos escapar, como a veces pensamos.
Quizás haciendo este ejercicio de honestidad terminemos concluyendo que, en el fondo, no somos todo lo perfectos y maravillosos que nos gustaría, y es más, quizás el camino más doloroso sea aceptar que tampoco lo vamos a ser. Porque somos humanos, nos equivocamos, a veces somos torpes, se nos dan peor algunas cosas y no elegimos cómo nos sentimos, pero también tenemos ilusiones y deseos, hacemos lo que podemos con lo que disponemos y nos arriesgamos a tomar decisiones; porque ser se trata de todo eso, para ti y para todos.
Post muy interesante y didáctico. Lo añado a la biblioterapia 🙂
Muchas gracias por vuestra labor.
No se podría haber descrito mejor la vergüenza. Gracias