Cuando pasamos mucho tiempo encerrados en casa debido a la agorafobia u otro trastorno de ansiedad nos acostumbramos a experimentar poca estimulación, por lo tanto, cuando tomamos la iniciativa de cotidianizar la salida de casa (comenzamos a querer salir y exponernos) a veces puede resultarnos difícil. Esto es normal, porque más allá del miedo que nos provoque, tenemos que tener en cuenta que nos hemos acomodado, entrando en una rutina y una inercia, por el hecho de no salir de casa.

Ante estos casos, es necesario volver a engrasar la máquina y no dejarnos arrastrar por la pereza y el hastío que puede producir el cambiar de hábitos: el movimiento genera movimiento.

Hasta ahora hemos tendido a comprar seguridad a base de perder estimulación; tomar conciencia de esta idea es importante para luchar contra la rutina, buscando alternativas que nos hagan salir, que nos gusten y con las que disfrutemos, cambiando hábitos a los que nos amoldamos en un pasado.

Muchas veces, además de trabajar con el pánico, tenemos que trabajar con todos los factores que hemos amoldado y condicionado a él, conductas que aparecieron según surgió el problema y las fuimos normalizando en nuestro día a día para convivir con ello. Dado que hemos tomado la decisión de que ya no deseamos convivir, sino avanzar, hemos de producir movimiento, cambios, novedades en nuestras costumbres y las del entorno como parte de un todo que conforma la agorafobia. Curarse va a implicar no sólo ir hasta el metro, por ejemplo, sino darnos cuenta de que somos nosotros mismos los responsables del camino que llevará a nuestra propia felicidad, y eso implica bastantes más cosas a parte que trabajar con el pánico.

En “Náufrago” (película protagonizada por Tom Hanks), un hombre llega sólo a una isla tras un naufragio, observándose, según avanza el tiempo de película, la evolución que allí experimenta: cómo consigue la comida, construye su refugio, e incluso se fabrica un amigo imaginario. En todo el proceso de adaptación él quiere salir de la isla, pero llega un momento que ya se sabe manejar en ella, así que empieza a plantearse: cuando salga de la isla… ¿Y si no encuentro otra isla?, ¿Y si encuentro algo ahí fuera donde no me voy a saber manejar?, ¿Y si no voy a volver a mi isla donde me siento seguro?

¿Y si…?

Este tipo de preguntas pueden sonarnos familiares, y es que no estamos hablando de que no queramos salir, viajar, experimentar, en definitiva, curarnos, ya que hay un punto en el que tendemos a salir del núcleo, como un impulso natural; pero no lo hemos hecho porque buscamos la seguridad por encima de otras apetencias, aferrándonos a preguntas teóricas que aún no hemos contrastado por miedo (por ejemplo, ¿Y si monto el número? o ¿Y si no me aceptan?).

De esta forma, debemos sopesar a qué estamos renunciando en nuestra vida asegurando que es debido a la enfermedad, porque igual lo que estamos reflejando es “miedo a salir de la isla”.

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